La casa de hojas es uno de los libros más excéntricos y experimentales con los que nos podemos encontrar en la actualidad. Su autor, Mark Z. Danielewski, lo concibió como una obra total: toda la información necesaria para comprender mejor lo que ocurre en el libro está ahí mismo, a nuestra inmediata disposición. El formato en que se presentan estos datos complementarios varía entre texto corriente, notas al pie, fragmentos de diccionarios y enciclopedias, poesías, cartas, etc. Pero cuidado, no tienen porqué referirse a elementos o sucesos reales, no más allá del universo de la novela. En cualquier caso, esta manera de tratar la información podría interpretarse como una especie de volcado al papel de un libro electrónico enriquecido o incluso de un wiki.
La novela cuenta, por medio de relatos dentro de otros relatos, la crónica de una misteriosa casa cuyo interior es más grande que su exterior. A partir de esta premisa se entremezcla la historia de los dueños de la casa, del director que hizo un documental sobre la misma o la del chico que descubre el ensayo crítico sobre el documental desaparecido. Se juega con premisas de la ciencia ficción y de la paranoia, con narradores subjetivos que nunca sabemos si podemos fiarnos de lo que están relatando debido a que se mueven en un mundo de enfermedades mentales y drogas.
Pero no sólo su trama y concepción de la aportación de información al lector son innovadoras, rebuscadas y originales, sino que el autor se apoya de manera muy inteligente en la tipografía. A través de ella aporta aún más fuerza a su propuesta y logra transmitir sentimientos e impresiones de manera más directa. Juega con la estética, los tipos de letras o la rotulación de las palabras. Hay texto que se debe mirar con un espejo, claves ocultas, páginas con apenas palabras, la palabra “casa” siempre en azul y demás elementos poco comunes: pasajes tachados, texto en vertical, en horizontal, superpuesto, componiendo un dibujo, variando el tamaño…
Otros libros excéntricos: el caballero Tristram Shandy, la Biblia del diablo y demás juegos con la tipografía
Si rebuscamos un poco en la historia escondida de la literatura nos encontraremos algunas otras obras que comparten elementos comunes al de La casa de hojas, y no siempre de época reciente.
La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, del siglo XVIII, llama la atención por muchas de sus características. A parte de constar de nueve volúmenes (y se dice que su autor, Laurence Sterne, pretendía continuar la historia), existe una dualidad en la forma de transmitir el mensaje: utiliza de manera incorrecta la gramática inglesa, rescatando incluso expresiones antiguas; al mismo tiempo rellena el texto de algunas expresiones técnicas muy específicas difíciles de entender. El tono empleado para describir la acción es sugerente, llegando a resultar obsceno y escatológico en ocasiones, y la narración no es lineal. Aunque en teoría se trate del relato de la vida de Tristram Shandy, en muchas ocasiones deja a un lado la acción para centrarse en anécdotas e impresiones, como dejando fluir su pensamiento.
Por otra parte, el autor trata de implicar al lector en la narración por medio de llamadas señaladas con una mano, asteriscos, espacios en blanco para que el lector los interprete y los rellene como desee. A esto se suman prácticas como una página en negro para señalar la muerte de un personaje, páginas marmoladas que simulan la mente del lector o incluso líneas sinuosas que pretenden reproducir cómo los ojos de un personaje recorren una carta al leerla.
Cuando me hablaron de La casa de hojas no pude evitar que me viniera a la cabeza Jardiel Poncela. Este máximo exponente del absurdo en la España de la República y el franquismo era una persona realmente creativa, conocedor de los movimientos surrealistas y dadaístas. Supo combinar de hecho los componentes del surrealismo con el humor, para dar como resultado obras muy poco ortodoxas pero divertidas hasta lo absurdo. Publicada a principio de los años 30, Espérame en Siberia, vida mía contiene un simpático juego tipográfico: el texto avisa que entramos en un tunel, así que la siguiente página estará en negro. También juega con el tamaño de las letras e incluye dibujos que complementan la narración como hojas del calendario. Así mismo, en Para leer mientras sube el ascensor divierte al lector con paralelismos: si es el momento de subir escaleras, las palabras se organizan simulando una escalera; intercala noticias para ilustrar la narración; o estira las letras, si el tiempo pasa lentamente. Además, era común que resaltara las onomatopeyas para darles énfasis. Cuando alguien gritaba, y tenía que ser que gritaba mucho, la siguiente página contenía únicamente una exclamación: ¡Ay!
Timothy Dexter, a base de trabajo duro como comerciante y una buena visión para los negocios, había logrado amasar una gran fortuna. Sin embargo, resultó una persona caprichosa que gastaba su fortuna en excentricidades, como un jardín repleto de estatuas de madera que representaban a hombres importantes de la historia (incluida la suya propia, por supuesto).
Con estas credenciales no sorprende que fuera él a quién se le ocurriera la composición de A pickle for the knowing or plain thruth in a homespun. En este extraño libro, Dexter se explaya sobre su propia persona, a la vez que se queja de su mujer, los políticos y la iglesia. Pero lo que más llama la atención es el hecho de que, en su primera edición, no hay ningún signo de puntuación y las mayúsculas aparecen aleatoriamente en la palabra que cuadre. Lo cierto es que el mismo Dexter estaba sorprendido de que la gente quisiera leer un libro que, en principio había editado para repartir entre amigos y conocidos. Sin embargo, el entusiasmo de vecinos obligó a editar una segunda edición. Con todo el sentido del humor, se agregó una página plagada de puntos, comas y demás signos de puntuación para colocar donde más le apeteciera al lector.
Epílogo (no del todo relacionado, pero curioso)
Cuentan que un monje que había sido condenado por su propia congregación, para librarse de la pena impuesta, había dicho que sería capaz de confeccionar una obra descomunal en una sola noche, para mayor gloria del monasterio. Viéndose incapaz de cumplir la promesa, pidió ayuda al mismo diablo, quién se encargó de la escritura del libro y dejó su firma en forma de imagen de sí mismo entre sus páginas. Otros dicen que el aparecer dibujado era una condición para ayudarlo en la tarea. De cualquier manera, el códice quedó maldito y pasó de mano en mano a lo largo de los siglos, dejando un mar de desgracias tras de sí, hasta que cayó en poder de la reina Cristina de Suecia.
Lo cierto es que el Codex Gigas o Biblia del diablo es un libro enorme, de 75 kg de peso, de principios de siglo XIII. Confeccionado casi seguro por un solo autor, éste debió tardar en torno a 30 años en concluirlo. Se trata de un compendio de obras importantes que se conocían en la época: la Biblia, dos obras de Flavio Josefo o las etimologías de San Isidoro de Sevilla, entre otros.