La gestión cultural atrapada en la telaraña de la burocracia.

En el diccionario de la RAE, el verbo gestionar presenta tres acepciones, a la sazón, «Llevar adelante una iniciativa o un proyecto», «Ocuparse de la administración, organización y funcionamiento de una empresa, actividad económica u organismo», y «Manejar o conducir una situación problemática». La gestión, por tanto, es movimiento para llegar a un destino, que, en buena lógica, debería coincidir con la consecución de los objetivos que la han motivado.

Como dice el slogan publicitario «no hay potencia sin control», pero tratándose de administración pública, la de los bienes y servicios de todos, el control es imprescindible para la existencia del movimiento mismo, en la salvaguarda del cumplimiento de la legalidad vigente, que supuestamente aboga por el interés general, tanto de la ciudadanía en conjunto como de las partes directamente interesadas en cada tema, en particular.

Sin embargo, cuando se rompe el equilibrio entre el movimiento y el control, se entra en una deriva hacia la arbitrariedad y la corrupción si prima el movimiento, o hacia la estanqueidad y la parálisis crónica cuando domina el control.

El primer instrumento de los gobiernos para la gestión es la Administración Pública, donde cada vez es mayor ese desequilibrio en favor del control sobre el movimiento. El trámite administrativo nunca puede ser un fin en sí mismo, sino el medio para procurar bienes y servicios a los administrados con las debidas garantías de calidad, proporcionalidad y legalidad. Cuando se pierde esto de vista, es decir, el fin perseguido, entramos en un proceso que poco se diferencia del castigo de Sísifo.

Hacer por hacer no conduce a ninguna parte, a pesar de que es una situación que aumenta cada día en la Administración, con lo que conlleva de ineficacia, ineficiencia e incompetencia en su funcionamiento, de deshumanización y maltrato del personal público, y de desengaño, desánimo e incredulidad por parte de la ciudadanía.

Si la administración electrónica suponía una esperanza para agilizar los trámites, supervisar los procesos, facilitar el acceso del público y aumentar la transparencia, no sólo no lo ha conseguido, sino que ha aumentado el laberinto de la tramitación, no ha tenido en cuenta las brechas digitales, y ha dejado patente que la impunidad en el incumplimiento de plazos razonables y legales para satisfacer las necesidades sociales mientras todavía existan es posible.Gestión cultural y burocracia

Si pensáramos que habíamos tocado fondo nos equivocaríamos, y si no veamos el caso de la gestión cultural, peculiar siempre por la propia naturaleza de sus bienes y servicios, por la de los agentes de la cultura, y por su alta relevancia en el presente y en el futuro de las sociedades.

En esta línea, en la gestión cultural es mayor la incidencia y la gravedad del atasco administrativo, hasta el punto de que una empresa privada, libre de tantos controles, resuelve mucho antes que la misma Administración, lo que evidencia una línea perversa para la suplantación progresiva de la gestión cultural pública por la privada, siempre motivada por el beneficio económico, pero muchas veces financiada desde la propia Administración.

Los plazos, los concursos infinitos, los informes innumerables, y muchas veces repetitivos, las posibilidades de recurrir gratuitamente… constituyen un sinfín de obstáculos que hacen posibles casos como el de que, amparándose en la libre concurrencia, se pueda dejar sin premios a las bibliotecas galardonadas con un premio nacional, o que todo un sistema bibliotecario pierda la oportunidad de adquirir libros durante todo un año porque cualquier proveedor puede recurrir y paralizar procesos sin coste ni responsabilidad por su parte.

Dotarnos de bienes y servicios culturales no puede equipararse a la construcción de una carretera o a la compra de una flota de trenes, y sin embargo lo está en la legislación sobre los procedimientos de su tramitación.

Las especiales necesidades de la ciudadanía que motivan las acciones de la gestión cultural, tan cambiantes como relevantes incluso para la propia identidad de la comunidad a la que se sirve, necesitan procedimientos más ágiles, donde el control tenga su justa medida, y donde la duración de los trámites nunca pierda de vista la necesidad que los propicia.

Y qué decir de los funcionarios que deben sufrir cada día con impotencia y frustración no poder llevar a sus administrados la satisfacción a tiempo de sus necesidades, porque, según está planteado el procedimiento administrativo, podría pensarse que son culpables aunque se demuestre lo contrario, tal es el entramado de justificaciones constantes, informes a varios niveles… que les extravían en el laberinto de una tramitación extensa, por memomentos desmesurada.

Los trabajadores públicos, cada uno en su nivel, cumplen con su cometido siguiendo la norma o haciéndola seguir, es el legislador quien tiene que procurar métodos más ágiles que no minen la consecución de los objetivos. Sin embargo, siempre es el funcionario el que sale doblemente mal parado, pues a su frustración se le une su mala imagen, tan espolea por los malos políticos, cuando es justamente el poder político el autor de la norma y responsable de las mesnadas de asesores y cargos de confianza afines que contrarrestar la imparcialidad funcionarial.

Cuando el 90% de nuestras energías las gastamos dentro de nuestra entidad cultural para justificar, controlar y  justificar lo que hacemos algo falla, con lo que la pregunta subsiguiente es si realmente se desea una gestión cultural pública que funcione.

La cultura es un elemento clave en todas las sociedades, no sólo define sus valores identitarios, mejora la calidad de vida y posibilita el pensamiento libre y comprometido, sino que también, por el contrario, puede convertirse en el instrumento idóneo para dirigir todo ello hacia el sinsentido, el consumismo y el encefalograma plano. Es posible que sea un elemento lo suficientemente precioso como para que no quede exclusivamente en las manos imparciales de los funcionarios públicos.

Lo cierto es que la Unión Europea, que cada día marca más nuestras leyes, sigue siendo un Mercado Común, donde lo económico está muy por encima de los social bajo el amparo del libre mercado.

Recordemos que los servicios públicos de carácter social no son exclusivos de la Administración, también la empresa privada puede asumirlos. Peor aún, en la legislación europea no existe el concepto «servicio público», por el contrario, se sustituye por «servicios de interés económico general» sujetos parcialmente a las normas europeas de competencia, y «servicios no económicos de interés general» a cargo de la normativa de cada país miembro, identificados comúnmente con los que entendemos como servicios sociales y entre ellos, los culturales.[1]

Según esto, la cultura española se habría salvado de la mercantilización de los servicios impuesta desde la Unión Europea, sin embargo, las denominadas «industrias culturales» tienen un peso más que específico en nuestro país, en clara competencia con los servicios culturales públicos, tanto en el reparto de los fondos económicos, como en su participación en órganos colegiados públicos, como en su presencia mediática, o como en la reclamación de derechos de autoría intelectual…

La trascendencia de la cultura es innegable, hasta el punto de constituir, su acceso, un derecho fundamental recogido en la Constitución Española de 1978. La agilidad en su gestión es imprescindible para cumplir el magno mandato, sin embargo, la telaraña burocrática la atenaza y le imposibilita cada vez más llegar a la ciudadanía cuando se necesita, a cambio, la iniciativa privada, la mayor parte de las veces con financiación pública, aprovecha esa rigidez pública para reemplazarla en todos los ámbitos, también el institucional. De seguir así, acabaremos con una maquinaria cultural pública atascada e inoperante, que habrá perdido la justificación de su existencia. El tiempo lo dirá.

 

[1] Versiones consolidadas del Tratado de la Unión Europea y del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. https://www.boe.es/doue/2016/202/Z00001-00388.pdf

Roberto Soto

Colaborador en Biblogtecarios. Jefe de Bibliotecas en la Diputación de León y Presidente de la Asociación de Profesionales de Bibliotecas Móviles de España (ACLEBIM). Convencido de la Biblioteca Pública e incondicional de los Bibliobuses.

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