Leer por narices

Circula últimamente por las redes, y ocasionalmente resuena en columnas y debates de otros medios, la eterna cuestión de si leer nos hace mejores personas que quienes no leen. Confieso que es un debate que ni me motiva ni me resulta relevante, ni en lo personal ni en lo profesional, porque creo que enfocar el ser lector en términos de superioridad solo contribuye a dividir y a perpetuar estereotipos, cuando en realidad la riqueza de la lectura reside en el placer y la libertad con que cada uno la vive o la elude. Pienso que la conversación sobre los beneficios de la lectura debe ir mucho más allá del simple dilema “lectores versus no lectores” y abrirse a las múltiples formas en que los libros pueden enriquecer —o no— nuestras vidas.

Nunca me han gustado tampoco los discursos altisonantes en torno a la lectura, llenos de falacias y lugares comunes que no tienen ningún poder ni capacidad de entusiasmo para afianzar hábitos lectores ni para que quien no lee se acerque a la lectura.

Interrogarnos sobre el por qué y el para qué leer no solo no viene mal, sino que resulta muy conveniente que, de vez en cuando, nos lo volvamos a plantear, tanto como lectores personales como en el plano profesional, especialmente en el caso de quienes dedicamos nuestras tareas en torno al libro, la lectura y la documentación. Creo que es un sano ejercicio para no caer en maximalismos o discursos huecos, posiciones que, al cabo, resultan tan falsas como un Judas de plástico, como diría un apreciado colega.

Porque cuando además de leer para nosotros leemos también para otras y otros, hemos de ser primero, honestos con nosotros mismos para poderlo ser con el resto y no caer en cruzadas estériles. En este sentido, la labor de la biblioteca en la promoción de la lectura no la hemos de medir en grandes gestos ni en momentos puntuales, sino en el trabajo constante de cada día. Como el orballo que empapa lentamente la tierra, más eficaz que una lluvia torrencial, nuestra tarea como bibliotecarios/as y mediadores/as de lectura es acompañar a las personas con proximidad y apoyo: compartir lecturas, suscitar el gusto por leer y reforzar hábitos sólidos que se consolidan poco a poco. Esa presencia cotidiana, discreta pero persistente, es la que puede hacer que la lectura se convierta en un hábito arraigado y en una fuente de disfrute personal.

Al hilo de estas cuestiones, me gustaría compartir en esta entrada dos piezas que se circunscriben a la esfera personal, testimonios de la enriquecedora relación que establecemos con las palabras al leer. En las dos se parte del interrogante personal del porqué de la lectura, de las razones que, en estos casos, motivan o están en la base de ese acercamiento a las palabras, a la lectura y también de su impacto y poder en nuestras vidas.

Primero os invito a ver un fragmento de una película que a mí me emociona, y después me permito compartir un texto con primera persona en la voz.

 

El valor de apropiarse de las palabras

«Amar la vida» (2001) es una película conmovedora que protagoniza Emma Thompson; la enfermedad terminal de la protagonista, la profesora Vivian Bearing, sirve como catalizador de múltiples reflexiones vitales y existenciales. En el marco de su proceso de hospitalización y tratamiento, la historia explora temas complejos como la soledad, el trato humano en el ámbito médico, la compasión y la importancia de conectar emocionalmente más allá del intelecto. Entre estos temas, destaca el que extracto en este fragmento, el emotivo momento en el que la protagonista expresa su fascinación por las palabras: a pesar del dolor y la fragilidad que la rodean, su amor por la literatura y el poder de la palabra se convierten en un refugio y una fuente de sentido. La película subraya que, incluso ante la adversidad, el lenguaje y el arte pueden aportar consuelo y profundidad a la experiencia humana, evidenciando que nuestras pasiones intelectuales suelen acompañarnos y resignificarse en los momentos más difíciles.

 

Leer por narices

Puestos a pensar en el porqué de mi relación con las palabras y los libros, y tirando del hilo de la madeja de los recuerdos, me topo al cabo -ya me lo olía- con mi apéndice nasal. Sí, sí, esa protuberancia ha estado siempre muy presente en mi vida, y en mi cara, aunque sin afearme el rostro en demasía; entre ella y yo siempre ha habido una relación un tanto especial, una especie de atracción fatal. Provechosa relación desde niños, aunque algunos crean que a los cinco apéndices articulados en los que terminan mis manos solo les ha interesado mi nariz como objeto de sobreexplotación minera.

Pero mira por dónde, ahora descubro que esa facción saliente de mi rostro, ubicada entre mi frente y mi boca, que cuenta con dos orificios y que comunica con el aparato respiratorio, está en el origen de mi atracción por los libros.

Porque, aunque yo siempre fui un niño bastante discreto y recatado, hacía debido uso de todas y cada una de las partes de mi cuerpo para entrar en contacto con los demás y para explorar realidades, públicas y privadas, no sé hasta qué punto consciente o inconscientemente. Así, era conocido por hablar por los codos, muy comentada mi capacidad de erizar los pelos ajenos al producir con la voz sonidos melodiosos, formando palabras o sin formarlas, y celebrado fue mi don de la oportunidad, sí, pues metía la pata a pesar del candor y falta de malicia que me caracterizaban, antaño.

Y también parece ser que de forma caprichosa metía las narices en lo que se me pusiera por delante; con atinado juicio a veces y en otras ocasiones, sencillamente movido por extrañas determinaciones inspiradas bien por un antojo, por humor o por simple deleite en lo extravagante y original. Y eran los libros, precisamente, especial objeto de la atracción de ese mi apéndice en cuestión, que nunca pudo escapar a la tentación de introducirse verticalmente en el justo medio del conjunto de hojas de papel que, encuadernadas, forman un volumen.

En esa empresa siempre contaron con la dispuesta y fiel ayuda de manos aliadas, que tomando con firmeza las tapas del ejemplar en cuestión, y procediendo con escrupulosidad y miramiento, las hacían girar en sentidos opuestos con el fin de abrirlo, separar una o varias de sus hojas de las demás y dejar expedito el camino a la nariz para que se arrastrase con suavidad entre ellas; de este modo, los dos orificios que hay en su base pueden percibir la impresión de los diferentes aromas que emanan del carácter más o menos satinado del papel, los efluvios derivados de las tintas del texto o aquellos que se desprenden de las ilustraciones que lo acompañan.

En vista de todo ello, se puede decir que yo soy lector por narices, pues como se ha visto, mi hábito de lectura tiene como fundamento y origen ese modo especial de relacionarme con los libros, que tuve en la niñez y que aún mantengo. Si bien es cierto, que ahora ese ejercicio olfativo se ve algo limitado al leer bastante en digital y ya se sabe que las pantallas son menos dadas a dejarte meter las narices en las historias que leemos encapsuladas en ellas.

Y retomando el rastro olfatorio, en ese asomar las narices al papel, desde el olfato se fue despertando el gusto por las palabras, por leer y por escribir. Y se inició un camino en el que he leído movido por muchas y diferentes motivaciones: para sacar buenas notas, para socializarme, para aparentar, para resolver cosas prácticas, e intentarlo en otras lides irresolubles; también para ganarme los garbanzos, desde luego, así como para encantar y enamorar-me, para actuar, para saber qué leer, para mejorar mis lecturas … Un camino que, finalmente, me condujo a leer por y para mí mismo. En efecto, he leído muchas veces para otros, fue por otros que en muchos momentos leí, y por ellos y ellas, a la postre, pude llegar a hacerlo verdaderamente para mí.

Una vez que la lectura va más allá del “pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación d ellos caracteres empleados”, según reza en la RAE; una vez que se introduce en un organismo, afecta seriamente al proceso fisiológico de recepción y reconocimiento de sensaciones y estímulos que se produce a través de la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto. Pervierte y envuelve todos los sentidos, produce alteración o mudanza y, a medida que crece la sed de palabras, apetece explorar diferentes modos de contemplarlas y escucharlas; se procura con ansia y ahínco degustar los textos de otro modo, se inicia una busca en cierto modo insaciable, como la de Segismundo: “Ojos hidrópicos creo que mis ojos deben ser; pues cuando es muerte el beber, beben más, y desta suerte, viendo que el ver me da muerte, estoy muriendo por ver.”

¿Qué hay de entendimiento o razón en este proceso de acercamiento a las letras? No lo sé, y en todo caso cada cual ha de descubrir sus razones para leer, para pasar del imperativo a la necesidad, para aceptar el reto que los textos presentan y decidirse a dialogar con ellos, con todas las consecuencias.

La finalidad de la lectura es mutable en cada persona, en cada momento, en cada situación: los motivos varían según la necesidad, la urgencia y la respuesta que buscamos, el interrogante que nos mueve para acercarnos a unos textos o a otros. Por eso recurro a mi itinerario personal, para desvelar mis razones, que en mi caso tienen también mucho que ver con los afectos, con un acercamiento a la lectura fomentado por la proximidad de alguien o como argamasa de un grupo de amigos.

El camino de descubrimiento y de encuentro que me brindó la palabra fue para mí, y de manera especial a mi yo adolescente, un gran acicate, una importante razón para empezar a leer y para seguir haciéndolo. Entonces, la lectura y la escritura se manifestaron eficaces herramientas y vías de exploración, de dentro a fuera y de fuera adentro; leía y escribía para mirar hacia el interior de mí mismo y para asomarme a los otros, para encontrarme conmigo y con los amigos de adolescencia y juventud. La lectura y la escritura no eran ajenas a nuestras vidas, nos ayudaban a entender, a expresar y a compartir deseos, emociones y miedos. Palabras leídas, dichas o cantadas.

Por esto y por otras cosas, hoy, adulto, soy lector, y entiendo que la labor de promoción de la lectura en la biblioteca consiste fundamentalmente en cultivar condiciones que favorezcan el acercamiento a la lectura, en brindar la oportunidad de leer, en ayudar a afianzar la competencia lectora, a descubrir la dimensión estética de la palabra y en trazar puentes entre los textos y la vida de las personas; la biblioteca debe despertar el interés por el lenguaje, hacia todos los lenguajes, apoyar y reconocer los esfuerzos que niños y niñas hacen por leer, alimentar y enriquecer sus lecturas; invitarles, en definitiva, a expresarse y a que se sientan participes de la comunidad de lectores.

¿Por qué leer? No es esta una pregunta que pueda zanjarse con una respuesta tajante y única; razones muy diferentes para leer hay tanto en la esfera individual como social, por imperativo o como necesidad u opción personal libre y gratuita. Cada lector tiene las suyas y nuestro papel en la biblioteca es hacer que las descubran.

No es tanto convencer como contagiar, ir más allá de los tópicos y de las mentiras o verdades a medias que plagan los discursos sobre la lectura, y ponerla en medio de la vida de niños, jóvenes, adultos y mayores, sin imponerla, aunque algunos seamos lectores por narices.

 

Este texto, junto con el de 40 colegas más, forma parte de la publicación Palabras por la lectura. Edición de Javier Pérez Iglesias. Toledo, Consejería de Cultura de Castilla-La Mancha, 2007. ISBN 978-84-7788-483-5

 

 

 

Luis Miguel Cencerrado

Coordinador de reseñas en BiblogTecarios Bibliotecario, formador, asesor y apptekario navegando en los mares de la lectura analógica y digital, su promoción, las bibliotecas públicas, infantiles y escolares.

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