Un periodo tan largo de confinamiento domiciliario, aunque dediques muchas horas —más de las debidas, desde luego— al teletrabajo, concede gran cantidad de tiempo a la reflexión. Y son muchos los asuntos que se le vienen a uno a la cabeza mientras trata de retirar de su mente —que no de su corazón— a aquellos que se han ido para no volver o a los que se ha enviado a cumplir como héroes sin capa con un trabajo que apenas se les paga… en aplausos.
Como no podía ser menos, no he dejado de preguntarme sobre las consecuencias que esta maldita pandemia provocará en nuestros servicios bibliotecarios públicos. No me refiero a las medidas más o menos drásticas de protección que puedan plantearse en el hipotético “plan de desescalada” que se anuncie —cuando escribo estas palabras todavía no se ha concretado oficialmente el contenido de dicho plan, o lo que sea— o las que se apliquen en la práctica: que si desinfección, que si mamparas, que si distanciamiento, que si determinados servicios suspendidos durante periodos aún más largos… En realidad, mi pregunta va por otros derroteros.
Cuando, en aplicación del Estado de Alarma, las bibliotecas públicas cerraron sus puertas y la gran mayoría de los bibliotecarios dejaron de acudir a sus centros de trabajo —que no fueron todos, hasta que llegó aquello del permiso retribuido recuperable, un adefesio jurídico en su propia denominación cuyos efectos se prolongarán hasta que finalice el año, que incluye en la Disposición adicional primera de su Real Decreto-ley la habilitación a las distintas administraciones «para dictar las instrucciones y resoluciones que sean necesarias para regular la prestación de servicios de los empleados públicos»—, el shock nos sacudió como a cualquier ciudadano. Con más o menos prontitud, en algunas bibliotecas centramos nuestros esfuerzos en la presencia a través de la Red reforzando los servicios de orientación e información en línea, colaborando en iniciativas de apoyo comunitario, impulsando de algún modo la necesaria motivación social en momentos de tanta incertidumbre, difundiendo e incluso facilitando el acceso a plataformas de contenidos digitales y de préstamo electrónico, elaborando y difundiendo recomendaciones literarias y de contenidos culturales, creando nuevas actividades digitales, esforzándonos por fomentar la participación de nuestros usuarios en esta nueva (y forzada) manera de vivir la biblioteca… El Día del Libro supuso una explosión festera en la Red en la se concentraron los esfuerzos del resto de la bibliotecas públicas, con multitud de iniciativas tan llenas de buenas intenciones como calcadas unas de otras. Estábamos convencidos —y aún lo estamos; yo también, que no malinterprete el lector mis palabras— de que todas estas acciones, además de suponer aportaciones necesarias en momentos de grave dificultad, reforzarían la marca de la biblioteca y la sensación de servicio esencial a la comunidad. Por si fuera poco, la llamada Biblioteca Resistiré en los pabellones hospitalarios de IFEMA ha llevado a todos los hogares la sensación de que nuestros servicios resultan sumamente útiles en los momentos más duros y son capaces de adaptarse fácilmente a las adversidades.
El entusiasmo en nuestro colectivo profesional parece estar más que justificado. Sin embargo, la realidad es terca. Los servicios bibliotecarios no figuran entre los servicios esenciales relacionados en el Anexo al anteriormente mencionado Real Decreto-ley —lo sorprendente habría sido lo contrario—, salvo que queramos interpretar que los bibliotecarios se encuentran entre esas «cualesquiera otras [personas trabajadoras por cuenta ajena] que presten servicios que hayan sido considerados esenciales».
«Vale, pero después de esta experiencia los ciudadanos sabrán valorarnos», podéis argumentar si habéis resistido la tentación de dejar de leer antes de llegar a este punto. Tal vez, pero permitidme que lo dude como norma general. Es muy posible que en núcleos relativamente pequeños, con una forma comunitaria de vida mucho más próxima, la biblioteca haya conseguido atraer a esos no usuarios que se han sentido despojados de lo que les resultaba más cercano en su rutina habitual y visiten sus instalaciones una vez abiertas las puertas e, incluso, se integren en la actividad del centro. Pero en otros lugares, estas captaciones de nuevos usuarios —personas que han recuperado e incluso descubierto el placer de la lectura— se verán compensadas por aquellas otras que igualmente han descubierto otras fórmulas de ocio e información en nuestra aliada/adversaria Internet, que hayan desarrollado aversión a los espacios cerrados o temor a compartirlos con otros.
Estas semanas están suponiendo una gran experiencia. Han demostrado, por ejemplo, que las bibliotecas públicas no deben ser en modo alguno reticentes a los servicios virtuales, que estos deben plantearse, programarse, realizarse y valorarse como parte del Plan de Servicios Bibliotecarios correspondiente, alejándose del voluntarismo que por lo general los impulsa. Que la atención en línea no puede estar al albur de una contingencia, la disponibilidad personal o una capacidad tecnológica muy limitada. Como ha dejado al descubierto no pocas debilidades y carencias, tales como la generalizada incapacidad —salvo honrosas excepciones— de responder con la agilidad y perseverancia de otros servicios sociales a los que nos empeñamos en compararnos.
Dicen que esta pandemia está cambiando el mundo. Cuando todo esto pase y llegue esa “nueva normalidad” de la que tanto se habla ahora —que por novedosa no será normal, aunque tal vez se refieran a la aplicación de nuevas normativas, ¡ay!— nos encontraremos ante un reto sumamente complicado. ¿Supondrá esta crisis el fin de la biblioteca pública “presencial”, esa que únicamente se valora en función de las visitas y los préstamos, tal como se ha entendido hasta ahora? ¿O continuará languideciendo por nuestra propia incapacidad para reaccionar ante el nuevo panorama sin traicionar —que ésa es otra— la esencia de los servicios bibliotecarios?
No tengo la respuesta. Si estuviera en mi mano, este texto habría sido otro.