Muchos son los jovencísimos lectores que salen de la biblioteca orgullosos de mostrar su flamante carné el día que acuden a recogerlo. En muchos casos, es su primer documento de identificación personal que los habilita como usuarios responsables de un servicio público. Los usuarios empedernidos de servicios biblilotecarios han (hemos) acumulado años atrás en nuestra cartera multitud de carnés de biblioteca —el de la biblioteca popular del barrio, el de la biblioteca municipal, el de la biblioteca pública del Estado, el de la biblioteca de la universidad—, haciendo que abultase como si estuviese plagada de billetes. Poco a poco, la normalización en el intercambio de información entre servicios y la creación de redes han ido haciendo desaparecer muchos de estos carnés: en muchas Universidades el carné de estudiante proporciona acceso directo a los servicios bibliotecarios —cuando no está ya integrado en la tarjeta de una entidad bancaria— y en muchas comunidades autónomas está implantado el carné único para su sistema de bibliotecas públicas (resulta muy llamativo que tanto en Madrid como en Cataluña anden rezagados en este asunto).
Sin embargo, las características y el uso de estos carnés de biblioteca resultan dispares. En algunos casos, incluyen elementos que facilitan la identificación real del usuario, mientras que otros razones presupuestarias forzaron la eliminación de algunos de estos elementos, como por ejemplo el retrato fotográfico. Por otro lado, la implantación de sistemas de autopréstamo ha variado nuestra percepción de la necesidad de la identificación efectiva del usuario a la hora de utilizar determinados servicios, incrementándose en cambio su responsabilidad para la notificación inmediata en caso de pérdida o hurto del carné. Finalmente, la crisis ha hecho que no pocas bibliotecas hayan desistido de la emisión del carné físico, limitándose a registrar en la base de datos correspondiente a sus usuarios, quienes se identifican en los mostradores de los puntos de servicio directamente con el DNI.
Hace apenas un par de días las autoridades españolas presentaron el nuevo modelo de Documento Nacional de Identidad, al que pretenciosamente han bautizado como DNI 3.0 para diferenciarlo de su predecesor, el fallido DNIe. En un acto protagonizado por el ministro del Interior y la nadadora olímpica Mireia Belmonte —primera ciudadana dotada con el flamante carné— se hicieron públicas las características del nuevo documento de identificación personal. Al margen otros rasgos relacionados con la seguridad —un nuevo papel, componentes holográficos renovados, tactocel y otras medidas invisibles— y su aspecto —colores más claros, fotografía de mayor tamaño—, el nuevo DNI cuenta con una característica técnica realmente novedosa: el empleo de la tecnología NFC para la identificación en servicios remotos.
NFC (Near Field Communication) es una tecnología inalámbrica de corto alcance —apenas unos 20 cm— con una tasa de transferencia que puede alcanzar 424 kbit/s. Su uso es transparente a los usuarios, no precisa emparejamiento previo —como sí le ocurre al bluetooth— y los equipos dotados con esta tecnología son capaces de enviar y recibir información al mismo tiempo, si bien no resulta muy útil para la transmisión de grandes cantidades de datos. De modo que, pensada desde el inicio para su utilización en dispositivos móviles, resulta sumamente práctica para la identificación y validación de equipos y/o personas. Basada en la norma ISO 14443 —la misma de las etiquetas RFID implementadas últimamente en algunas bibliotecas— y aprobada ya en 2003, su introducción en el mercado ha sido paulatina y discreta, pero constante. Algunas importantes entidades bancarias han incorporado a sus tarjetas esta tecnología como medio de pago, al igual que algunos servicios de transporte en grandes ciudades españolas.
Cuando se implantó el todavía vigente DNIe se nos vendieron múltiples posibilidades que, sin embargo, finalmente no cuajaron. Muchos nos preguntamos si no sería posible su utilización para la identificación en las bibliotecas y la utilización de algunos de sus servicios, el préstamo sin ir más lejos. Desafortunadamente, la complejidad del sistema de firmas de doble clave, la necesidad de instalación de determinados drivers —no siempre sencilla— y la escasa capacidad de almacenamiento del chip incorporado al documento obligaron a desistir de cualquier intento en este sentido.
Afortunadamente, estas barreras parecen salvadas con el nuevo DNI 3.0, aunque no toda la Administración haya sido capaz de apostar en este sentido. Mientras se desarrollaba el documento ahora presentado se valoró la posibilidad de su utilización como documento identificativo en el Sistema Nacional de Salud, con una maraña de tarjetas y sistemas informáticos absolutamente inoperativa. Pero finalmente el asunto no cuajó y el Ministerio de Sanidad optó por continuar en solitario su proyecto e-Salud, que incluye la receta electrónica y la historia clínica digital, dando luz verde a una Tarjeta Sanitaria Única —pendiente desde 2004—, supuestamente interoperable entre los diferentes sistemas, cuya implantación en la totalidad del territorio nacional se prolongará al menos durante cinco años. Y me pregunto: si con la nueva Tarjeta Sanitaria Única «se favorecerá la interconexión de los datos sanitarios de los pacientes» y permitirá «la identificación de los pacientes dentro de todo el territorio español», ¿no podía hacerse eso mismo sólo con el DNI 3.0? Al fin y al cabo, el nuevo DNI no almacena más información que la visible necesarios para la identificación —los datos de filiación, en definitiva— en los sistemas que —estos sí— custodiarán y gestionarán la información precisa para la prestación de sus servicios.
El nuevo DNI 3.0 pretende evitar desplazamientos para realizar diversos trámites y gestiones, permitiendo la comunicación directa con la Administración para —por ejemplo— pagar tasas, consultar la vida laboral o las multas de tráfico; firmar electrónicamente una autorización para el colegio de los niños; realizar rápidamente el control de seguridad en los aeropuertos… ¿Por qué no va a poder utilizarse como elemento de identificación en las bibliotecas públicas? Con una inversión mínima, sin necesidad en muchos casos de realizar modificaciones en nuestros SIGB, las bibliotecas pueden convertirse en la gran plataforma de difusión y normalización del nuevo DNI 3.0, demostrando a ciudadanos y administraciones que la tecnología bien entendida está a nuestro, a su servicio.