Hace no mucho tiempo, los bibliotecarios comenzamos a ser conscientes del cambio de paradigma que las nuevas tecnologías (las de entonces, que ya no son tan nuevas, acaso porque las hemos incorporado a nuestras rutinas y las manejamos con cierta naturalidad) estaban provocando en nuestro cosmos. Un cierto descenso del interés de los ciudadanos por acudir a las bibliotecas, la indiscutible competencia de Internet como canal de información y formación, el atractivo de la creciente oferta multimedia, la pasión por la inmediatez (aun en detrimento de la calidad)… nos produjeron tal desasosiego que nos impulsaron a una —sin duda, necesaria— actualización de servicios, canales y métodos, llegándose incluso a plantear una reformulación de la biblioteca, tal vez un exceso más orientado a la supervivencia del término que a un verdadero ajuste a las nuevas necesidades surgidas en el campo de la información y la comunicación del conocimiento.
La inevitable inseguridad propia de toda crisis nos hizo buscar modelos y referentes a los que asirnos para evitar la caída a esa oscura sima que amenazaba con hacernos desaparecer. El marketing se nos apareció —siempre estuvo ahí, pero lo ignorábamos con desdén— como si del bálsamo de fierabrás se tratase, y comenzamos a experimentar con ajenos modelos exitosos. Así, bajo la premisa de que “la biblioteca debe ir adonde se encuentran los usuarios”, buscamos aquellos lugares que estos parecían preferir antes que nuestras ordenadas, silenciosas y frías instalaciones. Algunos descubrieron entonces que —sobre todo los jóvenes— encontraban en un Starbucks lo que, en palabras de Rocío Orozco, “una biblioteca tradicional no te daba”. Y, puestos a considerar —acertadamente, añado— la biblioteca como un espacio de experimentación, recibimos con alborozo noticias como la integración de Starbucks en la biblioteca pública de la ciudad japonesa de Takeo, convertida así en un punto de interés turístico con alta puntuación en TripAdvisor. (Aún recuerdo con cierta desazón las largas jornadas de lectura e investigación en una Biblioteca Nacional de España sin cafetería, a causa de unas complejas obras de rehabilitación del edificio, allá por el pasado siglo, ¡ay!).
Aprovechando nuestra inseguridad en tiempos de zozobra, los cantos de determinadas sirenas trataron de hacernos variar el rumbo convenciéndonos de la necesidad de variar determinados conceptos pretendidamente obsoletos. Ciertamente, los lectores de las bibliotecas habían pasado a ser también espectadores de las películas que ofrecíamos en las secciones de materiales audiovisuales, junto con las colecciones de discos sonoros y, más tarde, programas de ordenador, convirtiéndose además después en internautas. Afortunadamente, encontramos en el término “usuario” aquél que reflejaba con mayor acierto a las personas que hacen uso del servicio bibliotecario, cualquiera que sea éste. Sin embargo, incluso este término llegó a cuestionarse —lo planteó de manera muy acertada David López Higueras en este mismo blog—, acaso porque los gurús en quienes buscamos orientación no se encontraban cómodos con un vocablo en el que se conjugan las nociones de servicio y derecho limitado. Algunos plantearon como alternativa el término “ciudadano” obviando su interés por el servicio bibliotecario, mientras que los de visión más administrativa propusieron “socio” y otros incluso se inclinaron por la palabra “amigo” en busca de una implicación de resultado excluyente. Incluso hubo quien osó considerar al usuario de la biblioteca como un “cliente”, acaso buscando su complacencia.
Que algunos bibliotecarios aceptasen el uso de tal término para referirse a quienes utilizan, en mayor o menor medida, los servicios bibliotecarios siempre me pareció preocupante, señal de una grave mercantilización contraria a la universalización del acceso al conocimiento propia de la biblioteca, especialmente la pública. Ni siquiera el estudiante de la universidad privada —por caras y elitistas que sean— merece la consideración de clientes sino otra mucho más elevada, la de alumno. Es cierto que el bibliotecario debe esforzarse por tratar al usuario con mayor cercanía para conocer más detalladamente sus necesidades y ofrecerle mejor y más eficaz servicio, que debemos aplicar determinadas herramientas propias del marketing para incrementar nuestra propia exigencia a partir de los datos de resultados, que el desarrollo de una marca nos ayudará a alcanzar objetivos más ambiciosos. Pero nunca deberemos olvidar la esencia de nuestra misión ni el papel que nos corresponde a cada uno en la relación del usuario con la biblioteca.
Afortunadamente, lo que parecía una corriente irresistible parece contar con una potencia limitada. Tanto es así que no sólo las aguas parecen volver lentamente a su cauce, sino que incluso las bibliotecas se están convirtiendo en referentes para otros ámbitos igualmente sacudidos por esa crisis paradigmática de la que hablamos. Quizá se deba a que el término “usuario” se ha incorporado a nuestro vocabulario para designar a la persona que utiliza un dispositivo o sistema informático, pero no deja de ser gratificante que los grandes medios de prensa —aquellos que antes clasificaban sus clientes entre anunciantes y lectores— estén modificando su modelo de negocio tras convencerse de que “el producto periodístico debe estar orientado muy claramente hacia los usuarios” —atención al término empleado—, situándolos en el centro de su estrategia (¿no os suena?), como titula Ismael Nafría un reciente artículo en el que presenta su análisis de la reconversión del diario The New York Times.
Cabe, por lo tanto, esperanza para la biblioteca como referente. Al fin y al cabo, aunque se tratase de una instalación temporal, también diseñaron —otra vez en Japón— el interior de un Starbucks como si fuese una biblioteca.
Excelente artículo! No debemos olvidar nuestro compromiso como profesionales, el acceso democrático y libre a la información.
Muchas gracias, Giselle.
Me parece muy interesante esta línea de reflexión, que encuadraría dentro de lo que yo denomino la neoliberalización de la cultura que se fija en parámetros mercantiles, pero no sólo eso, sino también más o menos encubiertamente en objetivos ideológico – políticos, donde la concepción de la capacidad crítica que genera la cultura quiere ser eliminada o cuando menos reducida a la mínima expresión.
Gracias por tu comentario, Jaume.
Yo no me atrevo a sostener categóricamente que vincular el concepto de usuario al de cliente responda a un objetivo ideológico de carácter político, al menos como un objetivo absoluto en todos los casos. Pero es evidente que muchos bienintencionados favorecen así la creación de una percepción de la cultura como un bien mercantil y, como tal, sujeto a las «leyes» del comercio. Neoliberalización, mercantilización… ¡qué peligros amenazan a las bibliotecas (y, por ende, a las personas)!
Cada cosa por su nombre y un nombre para cada cosa.