Reúne este volumen los artículos que, bajo el común epígrafe “Bibliotecas de autor”, publicó hace algún tiempo Jesús Marchamalo en ABCD —el suplemento cultural del diario Abc—, colección enriquecida por otros cinco textos de similares características aún inéditos. En estos pequeños reportajes, ahora complementados por casi un centenar de fotografías, se nos descubren no sólo las lecturas de algunos de los escritores más significativos de la literatura actual en castellano, sino que queda al descubierto la relación de estos con los libros que han llegado a sus manos y, por lo tanto, una faceta un tanto discreta de su personalidad.
Cada uno habla de cómo se relaciona con los libros, del orden y su ubicación en los estantes, de las lecturas que en su momento le fueron decisivas o de cómo su biblioteca se ha ido construyendo con el tiempo, a veces de manera no pensada y caprichosa. Su centenar de fotografías repara en rincones y detalles de estos autores: un universo, también autobiográfico, de adornos, figuritas, objetos o minúsculos exvotos que acaban desbaratando los estantes.
La conversación surgida durante la visita se cierra con la sugerencia de aquellos títulos —uno de la literatura universal, otro de un escritor contemporáneo y un tercero de ellos mismos— que más les han marcado. Se teje así “un tapiz colorista de lecturas, autores y obras imprescindibles”, objetivo declarado por el propio autor en el prólogo a este tomo.
Crítica personal:
Que una biblioteca personal nos dice mucho sobre su propietario es algo incuestionable. Por eso, husmear entre las estanterías de algunas de las plumas más significativas de nuestra literatura actual es un ejercicio sumamente atractivo, pues nos permite descubrir algunos vericuetos de la personalidad de autores que leemos con fruición, ignoramos o incluso desdeñamos. En algunos casos se confirmarán nuestros prejuicios, mientras que en otros obtendremos nuevos criterios para modificarlos. Y no es e, menos importante percatarnos que nuestros escritores solamente leen aquello sobre lo que escriben. En la biblioteca de Fernando Savater, por ejemplo, encontraremos obras de filosofía y ensayo —lógicamente—, pero también libros de cine e historia, novela policíaca, fantástica o de terror…
La primera impresión que se percibe es la de que la mayoría de nuestros autores padecen bibliofrenia en mayor o menor medida, una pasión por los libros en muchos casos heredada de sus progenitores. Nos encontramos así en estas páginas firmadas por Marchamalo con el primer elemento de una taxonomía bibliotecaria tan real como las clasificaciones profesionales: las bibliotecas heredadas, aquellas que hoy los hijos conservan como un tesoro, y que pertenecen al mismo grupo que las bibliotecas sentimentales, en las que autores como José María Merino guardan los libros que le regalaron de niño, testimonio físico de sus primeras lecturas. También encontraremos bibliotecas ausentes, aquellas compuestas por libros que jamás les devolverán o perdidos en desplazamientos y mudanzas, y bibliotecas prestadas, a las que pertenecen esos libros jamás devueltos. Parece que esta última categoría no es propia de personajes como los entrevistados, pero en Donde se guardan los libros podremos encontrar alguna anécdota —como la protagonizada por Francisco Rico, que devolvió con 30 años de retraso un ejemplar facsímil de Virgilianus Codex— que apunta siquiera levemente en esa dirección. A cambio, también hallaremos bibliotecas recuperadas, como la que Andrés Trapiello adquirió a Gómez de la Serna cuando éste se deshizo de los libros que guardaba en Estoril.
Obviamente, hay bibliotecas ordenadas y bibliotecas caóticas, aunque en estas últimas puede a veces encontrarse trazas de un desorden ordenado, como ocurre en la de Clara Sánchez, que conserva la Metamorfosis de Ovidio junto a La metamorfosis de Kafka. Mientras unos tratan de mantener un cierto orden en su biblioteca personal —dedicando diferentes estancias de su domicilio a distintos géneros o intereses, por ejemplo—, a otros les cuesta encontrar el libro que buscan, lo que provoca la existencia de una especie de biblioteca duplicada, generada al adquirir nuevos ejemplares de obras que se poseen pero no se localizan. Por su particularidad destaca el caso de Mario Vargas Llosa, que controla las bibliotecas de sus distintas residencias distribuidas por el mundo mediante un programa informático.
La práctica de colocar dos o tres filas de libros en una misma estantería es el origen de otro tipo, el de la biblioteca secreta. Y es que la bibliofrenia antes mencionada provoca el continuo crecimiento de las colecciones, hasta el punto de poder hablar de bibliotecas desmesuradas, desbordadas y hasta invasoras: Javier Marías recuerda cómo los libros de su padre ocupaban todos los rincones de la casa y Luis Mateo Díaz tiene libros hasta en la bañera. En algunas de las bibliotecas hay un infierno —sea un lóbrego sótano o frío desván—, al que van los libros cuya suerte le resulta indiferente a su propietario; en algunos casos, las bibliotecas cuentan también con un purgatorio del que los libros quizá pueden escapar.
Pero esto no es todo lo que Marchamalo nos ofrece en este catálogo de “bibliotecas de escritores”, pues también nos descubre diferentes manifestaciones de un mismo fetichismo librario, manías y costumbres que hacen de estas bibliotecas algo aún más personal. Así, hay quien tiene un manifiesto interés por las primeras ediciones —con sus erratas y todo— o por múltiples ediciones de una misma obra. Algunos autores —muy pocos— emplean ex libris, mientras que otros anotan la fecha de adquisición o lectura, los llenan de comentarios y anotaciones o incluso los puntúan. Mientras unos conservan los ejemplares rotos y desgastados por el uso, subrayados y anotados, otros los mantienen apenas abiertos, impolutos, reemplazándolos al más mínimo desgaste. Y luego está el caso de Carmen Posadas, que de algunas obras conserva dos ejemplares, el de los “entorchados” (para fotos y visitas) y el de lectura (ediciones cómodas y baratas, para destrozar).
La lectura de Donde se guardan los libros —volumen publicado por la casa editorial Siruela merced a la colaboración de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez— me ha proporcionado la oportunidad de realizar un ejercicio muy interesante, cuya práctica propongo desde aquí: realizar un autoanálisis a partir de las características de mi propia biblioteca. Ya sé que no es lo mismo que visitar la de inmortales de la literatura, pero verla con cierta perspectiva crítica ciertamente proporciona nuevas sensaciones (y, por qué negarlo, algo de sana envidia: ¡cuánto sitio para guardar libros!).
Conociendo al autor:
¿Hasta qué punto cree que una biblioteca personal refleja la personalidad de su propietario y su vida?
Cito a menudo una frase de Margerite Yourcenar que dice que la mejor manera de conocer a alguien es ver sus libros. Creo que las bibliotecas hablan mucho de nosotros, de nuestros gustos, inquietudes, intereses… Los libros no sólo hablan de los lectores que somos, sino de los lectores que quisimos ser, y en los que finalmente no nos convertimos. Como en un yacimiento arqueológico. De modo que, sí, estoy bastante de acuerdo con Yourcenar en que ver los libros de alguien implica, de alguna manera, conocerlo. Y en el caso de los escritores, por supuesto, mucho más. Ver lo que leen, sus autores favoritos, los títulos, explica de alguna manera su obra, su manera de entender su literatura.
¿Hasta qué punto son celosos de su intimidad lectora los escritores?
Es una pregunta que me han hecho a menudo a partir de la publicación del libro, y la verdad es que he acabado dándome cuenta de que a pesar de ser lugares de gran intimidad, incluso escritores conocidos por su con su desapego con los medios, aceptaron gustosos mostrar sus bibliotecas.
De modo que no sólo no encontré recelos, cautelas, sino que todo fueron facilidades.
¿La biblioteca de qué personaje le habría gustado visitar y no pudo ser?
La verdad es que visité todas las bibliotecas que me propuse, aunque hubo que retrasar alguna por problemas de fechas. Pero sí, claro, me quedé con ganas de visitar otras muchas, cuando se dio por terminada la sección y dejó de publicarse.
Me habría encantado ver la de Marsé, o la de Mendoza, por ejemplo, la de Caballero Bonald, o la de Goytisolo… Y seguro que me apetecerían otras muchas si me pusiera a pensar.
¿Que gana (o pierde) su trabajo al traspasar cada artículo al volumen en que se compone esta obra?
El libro se ocupa de veinte bibliotecas, de las cuáles quince se publicaron originariamente en el suplemento cultural de Abc, y mi pacto fue respetar los textos al máximo. Y después, con los editores de Siruela, decidimos incluir cinco nuevas, respetando el formato y la extensión de las originales.
Y creo que en el libro las bibliotecas ganan en perspectiva. Digo en el prólogo que una tras otra, parecen entre sí encajar, complementarse, como si entre todas ellas conformaran en realidad una única biblioteca más grande.
También son muy importantes las fotografías. Permiten al lector indagar por sí mismo, y hacer sus propios hallazgos y descubrimientos.
¿Le importaría describir cómo es su biblioteca personal?
No sé si mi visión es la más objetiva. Pero creo que mi biblioteca tiene algo de caótica. Con dobles filas, desordenadas, y con decenas de ex votos laicos —soldaditos de plomo, cartas, postales, recuerdos, minerales—, que dificultan el acceso a los libros. Sin embargo, en gran parte de ella soy todavía capaz de encontrar los libros, aunque cada vez hay más zonas que se me escapan. La promesa de ordenar un día es algo que viene resonando en mi cabeza desde hace tiempo.
Hace unos meses, la escritora Care Santos, me propuso visitar mi biblioteca y escribir sobre ella, y publicó un estupendo artículo en su blog. La verdad es que me encantó ver mis libros a través de su mirada. El texto puede verse en esta dirección: http://latormentasomosnosotros.blogspot.com/2011/10/jesus-marchamalo-las-bibliotecas.html