Cerramos nuetro primer #Debatecario con este post, contrapunto al titulado «Despedida del Libro en papel» publicado el pasado lunes 10 de agosto.
El soporte papel, alternativa ecológica
Cada vez es más común encontrarse con panegíricos del libro electrónico y elegías en honor a los libros en papel, a los que se le supone un cercano fin cuando no se certifica ya de hecho su defunción. Son muchas y muy variadas las razones que justifican tal actitud, dado el presunto auge de la lectura digital en los últimos años y las indiscutibles ventajas del soporte inmaterial, entre las que sus defensores señalan el inmenso ahorro de espacio que suponen y su gran portabilidad, lo que les permite almacenar ingentes cantidades de información fácilmente transmisible. También suelen argumentar las múltiples posibilidades de adquisición de los libros electrónicos de forma inmediata mediante servicios remotos en cualquier momento y lugar, silogismo al que sin embargo le falta una premisa fundamental: la imprescindible conexión a Internet —algo que todavía no es en absoluto universal, pese a las apariencias—, amén de un aprendizaje tanto más arduo como seguro se desee el procedimiento (desde las complejas pasarelas de pago al “bendito” DRM con el que comúnmente los editores dotan los ebooks). Si bien en un principio se pudo achacar a los libros electrónicos escaso cuidado editorial (contenidos de baja calidad, abundantes errores orto-tipográficos, presentación árida…), lo cierto es que tanto la capacidad técnica como el esfuerzo de los editores va paliando estos defectos, incrementándose el control de los procesos para equipararse al aplicado tradicionalmente al libro impreso sobre papel. Al no ser precisas las tareas mecánicas de impresión ni el transporte, los libros electrónicos son puestos a disposición del lector con mayor rapidez en ediciones inagotables y —en algunos casos, según el procedimiento de edición y distribución empleado— fácilmente actualizables.
Tal vez el argumento más convincente en favor del libro electrónico sea de carácter económico, pues ciertamente resulta más barata su edición frente a la tradicional impresión sobre papel. Hoy día, sin embargo, tal diferencia de coste no se traslada debidamente al lector final a causa de una torticera interpretación del objeto imponible por parte de las autoridades fiscales (en España, 21% de IVA para el libro electrónico frente al 4% para el libro impreso).
Pero el gran handicap que debe superar el libro electrónico es su falta de autonomía. Con apenas un mínimo de luz natural —fácilmente suplida por métodos artificiales—, podemos leer un libro de papel en cualquier parte (excepto bajo el agua, de acuerdo). Sin embargo, para disfrutar de un ebook debemos recurrir inexorablemente a un elemento intermediario, ya sea un ordenador, un lector de libros electrónicos u otro dispositivo; es decir, un conjunto de hardware y software que impone determinadas servidumbres para nada desdeñables, incluidas ciertas operaciones de mantenimiento —desde la periódica carga de energía a la actualización del firmware— que por otro lado tal vez reduzcan pero no evitan su deterioro y obsolescencia. Sin el debido respaldo, la pérdida o deterioro de estos dispositivos suponen no sólo la privación del objeto sino la toda la biblioteca en él almacenada.
A la hora de defender el papel como soporte librarlo por excelencia no es necesario insistir en que los libros electrónicos no son capaces de alimentar las sensaciones del lector mediante los sentidos del olfato o del tacto, o en el valor añadido que proporciona el objeto físico al placer de la lectura. Son éstas razones un tanto románticas que no resultan fácilmente asumibles en estos tiempos. Por eso es necesario recurrir a otro tipo de argumentos que —no siendo menos ciertos— pongan el acento en aspectos para los que el hombre actual parece estar más sensibilizado. Uno de esos aspectos es, sin duda alguna, el ecológico.
Internet está plagado de referencias sobre este debate. Pero, en contra de lo que pudiera pensarse, el triunfo del libro electrónico sobre el soporte papel no sólo está muy lejos de ser incontestable, sino que los detalles y matices pesan cada vez más en la balanza a favor del libro impreso tradicional:
- Supuesta destrucción de bosques. En la actualidad es absolutamente falso que para fabricar papel se destruyan bosques, pues la madera empleada se cultiva en plantaciones creadas, mantenidas y controladas con este fin. Para ello se plantan especies de crecimiento rápido, por lo que permiten obtener la mayor cantidad de madera en la menor superficie. Al realizarse en terrenos baldíos —fruto del abandono de cultivos agrícolas—, estas plantaciones aumentan la superficie arbolada, facilitando el control de la erosión del suelo y ayudando a controlar el ciclo del agua. Aun así, la superficie total de plantaciones de pino y eucalipto para la fabricación de papel en España sólo alcanza las 487.510 hectáreas, apenas el 2,7% de la superficie total de bosques, que cubren 18,2 millones de hectáreas del territorio nacional. En cambio, además de una alta contaminación, la deforestación que exige el acceso a ciertos minerales imprescindibles para la fabricación de los dispositivos lectores de libros electrónicos —coltán, litio…— afecta a bosques de maderas nobles, destruyendo inexorablemente ecosistemas irremplazables normalmente en países subdesarrollados y provocando crecientes tensiones geopolíticas cuando no abiertos conflictos armados.
- La fabricación de libros de papel es altamente contaminante. Siendo esto teóricamente cierto —como, por otra parte, ocurre con cualquier otro proceso industrial—, los sistemas de gestión medioambiental aplicados han logrado un altísimo nivel de eficiencia de manera que, además de reducirse el uso de productos tóxicos, ha ido creciendo progresivamente la reutilización de los residuos. Pero si esto no fuera suficiente, debe tenerse en cuenta que las plantaciones de especies de crecimiento rápido son grandes sumideros de CO2: las 487.510 hectáreas antes citadas almacenan 32 millones de toneladas de CO2 equivalente. Esta capacidad desaparece cuando los árboles alcanzan su madurez, por lo que su tala no resulta perjudicial. Más aún: el carbono acumulado en la madera permanece en los productos forestales, de modo que se mantiene en el papel —1 kg de papel biogénico almacena hasta 1,3 kg de CO2, dependiendo de la proporción de fibras de celulosa que lo compongan— durante décadas, plazo que se amplía mediante su reciclaje. Por su parte, determinados componentes de los lectores de ebooks —arsénico, cinc, cobre…— son tan sumamente tóxicos como difíciles de reciclar, mientras que su fabricación y comercialización genera una profunda huella ecológica. Por ejemplo, Apple declara que —pese a sus esfuerzos por “minimizar las emisiones de gases de efecto invernadero mediante el establecimiento de estrictos objetivos relacionados con el diseño de materiales y eficiencia energética”— cada iPad Air 2 genera un total de 190 kg de CO2 equivalente, de los cuales el 80% corresponde a su fabricación y otro 4% al transporte.
- La edición electrónica supone un gran ahorro económico. Según algunos paladines del ecologismo, la conversión y venta como ebooks a un precio inferior a 5$ de dos millones de libros impresos supondría un ahorro de hasta diez millones de dólares. Al margen de que quien aporta estos datos no es capaz de indicar de manera fehaciente la fuente originaria, incurre en una falacia economicista que no se sostiene. Es cierto —como he señalado más arriba— que en principio la edición electrónica implica un menor coste, pero eso no significa un ahorro sino más bien una inversión menor, lo que en términos económicos globales supone una rentabilidad más reducida, escollo que los editores tratan de salvar incrementando su margen de beneficio. Que el coste de un ebook sea menor facilita la intervención de pequeños editores y aun el crecimiento del mercado de la autoedición, ciertamente, pero no debemos dejar de lado que produce otros costes sociales —menos puestos de trabajo— que también han de contabilizarse.
Como puede comprobarse, los argumentos ecologistas contra el libro en soporte papel resultan más que cuestionables. Pero es que aún hay más, porque los defensores de la sostenibilidad del libro electrónico tienen a depreciar los fundamentos ecológicos que se oponen a sus criterios:
- La lectura de libros electrónicos exige el consumo de energía. Cualquiera que sea el dispositivo utilizado para leer libros electrónicos, inevitablemente precisa energía para su funcionamiento. Por pequeño que sea su consumo, implica un gasto energético para la naturaleza que la lectura en papel no exige de manera ineludible. Es verdad que pueden diseñarse equipos que se alimenten de energía de origen renovable —placas fotovoltaicas, por ejemplo—, pero su generalización aún está muy lejos de ser una realidad. Por supuesto, también el almacenamiento y la transmisión de datos desde o hacia los dispositivos demandan energía.
- La huella digital crece con cada lectura. Es verdad que, a simple vista, la huella digital de los lectores electrónicos va menguando a medida que se incrementa su uso. Al margen de que no existe un claro consenso en torno a la cuantificación de este dato —mientras unos autores estiman que la lectura de 14 ebooks al año es suficiente para compensar el CO2 generado en la fabricación de un dispositivo de lectura, otros elevan esta cifra hasta los 23 e incluso los 40—, lo cierto es que cada vez que se utiliza un lector de libros electrónicos se está consumiendo energía, lo que se traduce en 0,0025 kg de carbono emitido por hora de uso. Por pequeña que sea esta cantidad, supone un incremento de gases contaminantes, fenómeno que no se produce con la lectura del libro impreso sobre papel. Es más, cuantas más veces sea leído un mismo ejemplar por una misma o distintas personas, crece el reparto del coste ecológico y además evita la necesidad de imprimir nuevos ejemplares.
- Los dispositivos de lectura generan basura electrónica. Sea por deterioro u obsolescencia, por efecto de la moda o la aparición de otros con más capacidad y nuevas utilidades, los dispositivos de lectura de ebooks se convierten antes o después en desechos electrónicos, muy contaminantes. Esta basura tecnológica acumula materiales sumamente dañinos para la salud, hasta el punto de que algunos autores multiplican aproximadamente por 70 el impacto sobre nuestra salud de un lectoe electrónico respecto de un volumen impreso: plomo (que produce perturbaciones en la biosíntesis de la hemoglobina, incremento de la presión sanguínea, perturbaciones del sistema nervioso y disminución de la fertilidad del hombre), níquel (afecta los pulmones y provoca abortos espontáneos), selenio (provoca sarpullido y dolorosa inflamación cutánea), cromo (afecta principalmente al aparato digestivo y los riñones, así como a los pulmones y la piel), cadmio (debilita además la estructura ósea e incluso puede provocar cáncer), arsénico (un veneno letal)… Dada su peligrosidad, esta e-basura es exportada por los países ricos hacia lejanos destinos como China, India, Nigeria y otros países del continente africano, generalmente a través de canales clandestinos que no garantizan el adecuado tratamiento de estos residuos, pues mientras se recuperan los componentes más valiosos —por lo general a través de la contratación laboral de menores en condiciones sumamente inseguras— el resto del producto es sometido a incineración mediante procedimientos tan simples como primitivos cuando no es enviado a simples vertederos, exponiendo a los miembros de la comunidad a la toxicidad de estos materiales.
Teniendo en cuenta que el mercado es inexorable, no espero que estos argumentos pongan fin al debate sobre el fin de la lectura en papel. Sin embargo, confío al menos que se reemplacen los lugares comunes que tanto abundan por datos contrastados, teniendo presentes no sólo el coste ecológico de la fabricación de los libros mismos sino también el de la producción de los dispositivos electrónicos de lectura y el consumo energético preciso para el almacenamiento, transmisión y lectura de los libros, cualquiera que sea su soporte. A fuer de sincero, convendría además considerar también los otros usos — ver vídeos, navegar por Internet, consultar el correo electrónico…— a que se pueden dedicar muchos de los dispositivos que se emplean para la lectura electrónica a la hora de calcular su impacto ambiental.
A la vista de la información manejada, parece que quienes lean menos de 30 libros al año deberán consumir libros de papel si desean causar el menor daño posible al medio ambiente; en cambio, quienes tengan por costumbre leer más de 60 obras en el mismo periodo, habrán de optar por los libros electrónicos. No obstante, nunca debe perderse de vista que el papel es un producto natural, renovable, reutilizable, reciclable y biodegradable. Por ello, desde un punto de vista ambiental, lo mejor es recurrir a libros impresos de segunda mano. Dicho de otro modo: lo verdaderamente ecológico es acudir a la biblioteca.
Claro, pero si todos acudimos a la biblioteca (yo soy gran aficionada), los autores no venden.
Muchas gracias por tu comentario, pero… no lo creas. Las bibliotecas son grandes escaparates que alimentan la curiosidad lectora, de modo que sus usuarios se convierten muy fácilmente en compradores.