Es muy habitual que en este blog salgan a relucir multitud de bibliotecas de todo tipo, ya sea por sus servicios, sus fondos, su arquitectura, sus usuarios, su personal… Tales ocasiones nos invitan a visitarlas para conocerlas más profundamente y disfrutar de aquello que las hace singulares, aunque en la mayoría de las ocasiones esto no dejará de ser un deseo que permanecerá incumplido por diferentes razones. Sin embargo, existe un tipo bibliotecario al que nos podemos aproximar en cualquier momento, sin que se necesite apenas otro recurso que la imaginación.
Si nos referimos a bibliotecas imaginarias, enseguida nos llegarán varias a la cabeza. Por comenzar por alguna, mencionaré la infinita Biblioteca de Babel descrita por Jorge Luis Borges como repositorio de todos los libros cuya existencia sea posible, por estúpido o simple que sea su contenido, tejiendo una red a base de celdas en forma de hexágonos que en cierto modo se asemeja a una formulación química orgánica. O la laberíntica biblioteca de la abadía benedictina de San Michele de la Chiusa en El nombre de la rosa de Umberto Eco, todo un símbolo, marco incomparable para custodiar el pretendido único ejemplar conservado del Tratado de la Risa de Aristóteles. Y, cómo no, el Cementerio de los Libros Olvidados ideado por Ruiz Zafón, esa misteriosa biblioteca en la que “los libros que se han perdido en el tiempo viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu”.
Tal vez sean estas las bibliotecas imaginarias más populares, pero lo cierto es que son muchas más las —permitidme el oxímoron— existentes. Así, la Biblioteca de los Sueños contiene aquellos libros que quedaron inconclusos o ni siquiera fueron escritos. Producto de Neil Gaiman en su serie de cómics The Sandman, y dirigida por Lucien —quien “no se hace responsable de lo perdido o encontrado aquí”, según proclama en un cartel dispuesto a la entrada—, su colección mengua a medida que cada libro ideado se termina de escribir en el mundo real, desapareciendo el ejemplar en una especie de fuego purificador.
Obviamente, tales bibliotecas son antes que nada fruto de la fantasía. De ahí que a nadie debe sorprender que Michael Ende recogiera en La historia interminable —el relato de las aventuras de Bastián Baltasar Bux en el Reino de Fantasía— la leyenda sobre la Biblioteca de Armaganz, fundada por Aqüil y Muqua. Por su parte, Terry Prachett ideó para su Mundodisco dos bibliotecas. Una fue la Biblioteca de la Muerte, en la que los volúmenes con las crónicas vitales de cada persona se ordenan solos en sus anaqueles —¡qué suerte!— cuando abandonan el escritorio al concluirse su redacción. La otra será la Biblioteca de la Universidad Invisible —cuyo nombre coincide con el de una institución, por otra parte tan inmaterial como real, fundada en el Londres de 1645—, una biblioteca sobrenatural situada en una dimensión alternativa, llena de extraños seres en la que los libros están dotados de vida propia y en la que se acumula una cantidad de exorbitada de conocimiento.
Ese afán “totalitario” de algunas bibliotecas imaginarias las dota de un cariz oscuro y tenebroso. Los profesionales de la Biblioteca Galáctica ubicada por Isaac Asimov en el sector imperial del planeta Trántor cumplen estrictamente las directrices burocráticas, obstaculizando el acceso de sus usuarios al conocimiento como si fueran fieles seguidores del bibliotecario asesino. En cambio, otras ofrecen una imagen algo más ligera —no exenta de crítica— del mundo bibliotecario, como es el caso de la Biblioteca Wong, que custodia en la Universidad de Marte —por todos conocida gracias a la serie de dibujos Futurama— la colección literaria más grande del Universo en apenas dos discos: en uno la ficción y en otro la no ficción.
La pasión por los libros y la lectura ha impulsado a muchos escritores a idear bibliotecas tan atractivas como ficticias. ¿Quién no ha soñado con perderse entre los doce mil volúmenes de todo tipo —libros, periódicos, folletos…— de la biblioteca del Capitán Nemo mientras el Nautilus surcaba las profundidades marinas? Anárquica en su ordenación y tal vez trasunto de la biblioteca personal del propio Verne, aquella en cambio carecía de “política de adquisiciones” desde que la nave se sumergió por vez primera, pero contaba con un ambiente sumamente propicio para la lectura:
Altos muebles de palisandro negro, con incrustaciones de cobre, albergaban en sus largas estanterías un gran número de libros uniformemente encuadernados. Seguían el contorno de la sala y remataban, en su parte inferior, en vastos divanes tapizados de cuero marrón, que ofrecían confortables curvas. Ligeros pupitres móviles, que podían acercarse o retirarse a voluntad, permitían posar el libro elegido. En el centro de la sala, se alzaba una gran mesa cubierta de panfletos entre los cuales asomaban algunos periódicos ya viejos.
Aunque para biblioteca personal, el apartamento de Peter Kien, absolutamente dominado por sus veinticinco mil volúmenes, con apenas espacio para un escritorio un sofá que el sinólogo protagonista de Auto de fe de Elías Canetti utilizaba indistintamente para sentarse o dormir. Su locura le llevó a perecer junto con sus libros en el incendio provocado por el mismo, como a Alonso Quijano le movió la suya a abandonar su casa para «desfacer agravios, enderezar entuertos y proteger doncellas» a lomos de Rocinante. Y es que la biblioteca de don Quijote estaba plagada de libros de caballerías, novelas pastoriles y algunos poemas épicos, todos ellos títulos tan reales como ficticia la colección del caballero: del Amadís de Gaula al de Grecia, del Palmerín de Oliva al de Inglaterra, de La Araucana a La Austríada…
Inverso es el caso, en cambio, de la Biblioteca de San Víctor que Rabelais sitúa en las cercanías de París, tal vez con el propósito de que se identifique con la de la Abadía de San Víctor de Marsella en la Isla de Francia, una de las más prestigiosas durante el medievo. Los títulos que menciona, sin embargo, son claramente jocoso fruto de su ingenio, sin duda inapropiados para institución eclesiástica como aquella: Tartaretus de modo cacandi, Ars honeste fartandi in societate, Formicarium artium, Cacatorium medicorum, Lyrippii Sorbonici moralisationes…
Aunque, si de títulos ficticios se trata, os invito a leer mi próximo post.