Cuando aparecimos sobre la tierra no había escritura. ¿Para qué? Nuestro día a día estaba centrado en buscar comida y protegernos de las inclemencias del tiempo, los animales y algún que otro enemigo. Para lo que teníamos que anotar nos bastaba con rocas, hojas o cualquier otro material que tuviéramos a mano. Cuando por fin nos establecimos en asentamientos permanentes la sociedad se hizo más compleja. Fue entonces cuando comenzamos a precisar registrar algunos de nuestros conocimientos en un soporte algo más tangible que nuestra propia memoria.
En ese preciso instante hicieron su aparición estelar los escribas, esos seres tan venerados, casi mitológicos. En Sumeria era un cargo que solía heredarse de padres a hijos. Por lo general se dedicaban a esta profesión los miembros de familias nobles y adineradas, dado el coste de estos estudios. Los escribas poseían el conocimiento de los intrincados símbolos cuneiformes, extraños y atrayentes a la vez. Se han llegado a registrar hasta 2000 diferentes. Aunque a priori pueden no parecer tantos (en el registro culto del idioma chino se llegan a emplear hasta 10.000 ideogramas) hemos de tener en cuenta que se trata de los principios de la escritura, de la concepción de la misma. Y por eso mismo tienen también su mérito.
En Egipto, por el contrario, los escribas conformaban una casta a parte y podían proceder incluso de las clases sociales inferiores, aunque seguían siendo bien considerados. Después de todo eran guardianes de la escritura sagrada o jeroglífica. Y como tales fueron inmortalizados en numerosas estatuas que daban muestra de su alta estimación.
Pero entonces apareció el alfabeto y el panorama cambió drásticamente. Los griegos supieron adaptar el alfabeto fenicio a su lengua y componer un sistema de escritura/lectura apto para todos los públicos. Esto implicó que la escritura no supusiera un estudio tan complicado como en épocas anteriores, sólo disponible para unos pocos elegidos. Y como escribir suponía un trabajo manual, en gran medida fue una tarea que se derivaría a los esclavos. Es curioso como en unos cuantos siglos el oficio de escribir pasó de suponer una actividad exclusiva y bien retribuida (casi sagrada), a ser encargada a lo más bajo de la sociedad.
Igualmente ocurriría en la sociedad romana. Bien es cierto que llegados a este punto un gran número de aquellos que se llamaban a sí mismos ciudadanos sabían leer y escribir, pero el grueso del trabajo de copista sería una actividad a menudo no remunerada o, por lo menos, derivada a otros artesanos como un trabajo cualquiera, lejos de la condición exclusiva de antaño.
La Edad Media supuso una época oscura, de aislamiento y analfabetismo. La mayor parte de la escritura sería enclaustrada, y nunca mejor dicho, en los monasterios (fuera quedarían algunos como los secretarios de los reyes y demás privilegiados, que les llevaban los papeleos y se encargaban de confeccionar los contratos, cartas y demás burocracia). Los monjes se dedicarían a copiar durante horas diversos textos, en un afán de cumplir lo más correctamente posible el “Ora et Labora” que dictaba San Benito. Es curioso descubrir que, en algunos casos, ni siquiera sabían leer y que se limitaban a copiar diligentemente aquellos garabatos que nada debían de significar para ellos. Gracias a esta ingente labor han llegado hasta nosotros obras que ya en aquellos años estaban en muy mal estado de conservación y que de otra forma se habrían perdido para siempre.
La generalización de la imprenta supuso un punto de inflexión similar al de la aparición del alfabeto. El libro dejó de ser un libro exclusivo de las altas esferas ya que podía adquirirse sin dificultad en muchas ciudades europeas, dada la rápida multiplicación de los impresores. La figura del escriba, secretario o amanuense perduraría aún así durante siglos, pero únicamente para asuntos legales y otras tareas mercantiles. Para lo demás, esa máquina surgida en Alemania los sustituiría.
Y a pesar todo, el aprendizaje universal y democrático de la escritura se hizo esperar. El siglo XIX sería crucial para cimentar lo que en el XX sería una realidad: la educación reglada para una gran mayoría de la población. Parece mentira, pero no sería hasta pasada la mitad de siglo que no se puede hablar de una verdadera alfabetización para todos… en occidente. Desde entonces generaciones y generaciones de estudiantes se han peleado con la caligrafía, al igual que se debieron pelear con la cuneiforme los aprendices de escribas sumerios.
En los últimos tiempos se escuchan voces de cambio que propugnan el abandono de los lápices y el total abrazo de lo digital. “¿Para qué escribir si tenemos portátiles?” es el nuevo “¿para qué saber multiplicar si tenemos calculadoras?”. No nos damos cuenta de que antes escribíamos diez páginas sin pestañear y ahora a mitad de folio nos duelen todos los dedos. Sin embargo, como la historia bien nos ha enseñado, todo el cíclico, así que tarde o temprano volveremos al bolígrafo.