En los últimos siglos los seres humanos hemos progresado a pasos agigantados pero, si bien en los primeros tiempos los avances tecnológicos se introducían en la sociedad de una forma paulatina y llevaba un par de generaciones su normalización, hoy en día la tecnología se socializa con enorme rapidez. De hecho, es uno de los factores más importantes de evolución sociocultural pues modifica todas las áreas de la sociedad, la cultura, la política, la economía, etc.
En declaraciones recientes el presidente de Telefónica, José María Álvarez-Pallete ha señalado que en “los próximos veinte años la humanidad va a cambiar más que en los trescientos años anteriores”, que en 2025 “cien mil millones de personas y cosas estarán conectadas en red” y que “el tráfico de datos se va a multiplicar por un factor de 11 veces”.
Una de las transformaciones más importantes de la llegada de Internet ha sido el fin del monopolio de los flujos de información (de los mecanismos de producción y distribución) por parte de los grandes medios de comunicación. Actualmente estos medios junto a las plataformas de medios sociales y las aplicaciones de mensajería tienen una gran influencia en el pensamiento ya que ante la saturación de información – el mundo digital está prácticamente colapsado por la gran cantidad de contenidos sobre la actualidad que no siguen los estándares básicos de verificación – generan un espacio en el que actúan diferentes formas de persuasión.
El Internet social está mediado por algoritmos: motores de recomendación, búsqueda, control y determinación de tendencias, servicios de autocompletado y cualquier otro mecanismo que prediga que es lo próximo que vamos a ver o consultar.
En los sectores de información y comunicación el potencial de la inteligencia artificial es enorme y puede suponer una nueva revolución. Los algoritmos podrían dominarlo todo y, por ello, hay quien opina que hay que poner límites a su uso. Ellos determinan cómo buscamos la información y qué podemos o no podemos ver, leer y compartir. Aunque son invisibles y opacos tienen un gran impacto en la conformación de nuestra experiencia de usuarios en línea no sólo como individuos sino que al controlar a lo que acceden millones de usuarios de Internet también moldean la sociedad. Para hacerse una idea sólo hay que pensar que el 70% de las noticias que se leen en YouTube proceden de recomendaciones.
En el momento en que los algoritmos evolucionen y sean refinados podrán tomar decisiones mejores o más razonadas que los seres humanos pero siempre será necesario que tanto los procesos como las decisiones sean supervisados pues los enormes aciertos nunca podrán contrarrestar los pequeños – o no tan pequeños- errores.
Uno de los primero motivos por lo que es necesario ese control es que esta tecnología todavía no está muy desarrollada y para consternación de sus creadores los algoritmos se comportan a veces de manera que no habían previsto y, en gran parte de las ocasiones, son incapaces de determinar cómo han llegado a determinadas soluciones, decisiones o resultados.
Los algoritmos aprenden a resolver tareas de manera mucho más eficiente a medida que realizan el proceso más veces ejerciendo de puente entre las acciones y los resultados de las máquinas. Mientras que los algoritmos clásicos secuenciaban pasos bien perfectamente definidos, muchos de los algoritmos utilizados por la inteligencia artificial aprenden de forma similar a como lo hace nuestro cerebro. Las decisiones automatizadas o semiautomatizadas en el procesado de grandes volúmenes de información que no son detectadas pueden tener un impacto brutal pues estamos dando poder de decisión a la inteligencia artificial que no debería (quién recibe un trasplante o tratamiento médico, quién debe ser contratado, a quién se promociona, quién desarrollará una enfermedad y paga una prima mayor en el seguro o quién es susceptible de convertirse en un criminal).
En otro plano los algoritmos están desarrollados por seres humanos y, por tanto, son un eco del marco mental de la persona o grupo que lo programaron: sesgos raciales o filtros machistas son el reflejo de los estereotipos que aquejan los criterios de selección o análisis.
Los algoritmos tampoco “entienden” que es propaganda de lo que no lo es, qué es información falsa y cuál está verificada. En el caso de los algoritmos de relevancia su objetivo es proveer contenido relevante y son primordiales para dar sentido al inmenso universo de información online seleccionando y categorizando.
El uso de filtros de relevancia perfila lo que vemos y leemos en Internet diariamente y, por tanto, lo que pensamos y decidimos (cómo vemos la realidad y cómo actuamos). Lo que Eli Pariser llamó el “filtro burbuja”, la selección de temas que nos interesa nos evita la exposición a otros puntos de vista y el contraste continuo de nuestras ideas y pensamientos – ciñéndonos al conocimiento de una pequeña realidad diseñada por nosotros mismos -, por un lado; por otro, el descubrimiento de nuevos intereses. Este filtro estaría conformado por los denominados algoritmos piña, esos que nos reafirman más en nuestros gustos, posiciones y opiniones, pero que también nos condicionan a la hora de aceptar los gustos, posiciones y opiniones de otros.
Cuando la información se comparte inteligentemente produce sabiduría y conocimiento. Cuando se oculta o se usa inadecuadamente genera malestar, suspicacia, agresividad e, incluso, la muerte.
Por ello, el conocimiento de los resultados que buscan los algoritmos, del funcionamiento de los sistemas de clasificación y de los servicios de lectura de noticias agregadas, la definición de cómo pueden mejorar la vida de las personas y la toma de decisiones y cómo llegan a los resultados ayuda a entender el proceso. Así la mejor solución es fomentar la transparencia y la alfabetización informacional, lo que dará usuarios con un mayor conocimiento de por qué ven lo que ven y una mayor capacidad para diseñar sus propios sistemas de curación de contenido unida a un mayor sentido de responsabilidad sobre lo que comparten.