Hace unos años, un amigo me contaba que cuando se inventó el tren, la gente que montaba para realizar un viaje, se mareaba y vomitaba por las ventanas, debido a la extraordinaria (hasta entonces) velocidad de 30 km/h que alcanzaba la nueva tecnología. Ahora, sin embargo, conducimos a 140 km/h, o nos lanzamos en picado en una montaña rusa, sin mayores contratiempos que algunos cosquilleos de emoción en el estómago.
De un tiempo a esta parte, vengo reflexionando sobre cómo cambia el proceso de la información en una generación nacida y crecida en un entorno de información acelerada y cambiante, en el cual nosotros, nacidos en otra dinámica, nos cuesta tanto movernos. Este artículo no aporta soluciones, sino preguntas. Preguntas que creo que pueden ser de interés para nosotros, bibliotecarios, gestores de información… interesados en cómo vender nuestro producto de la forma más óptima y adecuada a nuestros usuarios. Recomiendo como bibliografía la lectura de los dos libros: Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, de Nicholas Carr, y Cómo aprendemos a leer, de Maryanne Wolf.
Comenzaré introduciendo un pequeño apunte sobre la forma y la capacidad de proceso de información del cerebro del ser humano: durante nuestra evolución vital, de niño a adulto, nuestro cerebro ha ido creciendo estableciendo conexiones neuronales que han dependido de nuestro aprendizaje, basado este en nuestro entorno y en nuestra cultura. Entre grupos y ecosistemas con evoluciones paralelas, puede haber grandes diferencias, y por tanto esas conexiones sinápticas pueden ser distintas, llegando a generar en muchos casos conflictos de entendimiento. Por ejemplo: nuestro cerebro puede ir de A a T pasando por H, cuando otra persona puede llegar de A a T haciendo la raíz cuadrada de P multiplicada por la derivada de L. A veces, es imposible llegar ambos de A a T, porque nuestra secuencia lógica no coincide con la del otro. A lo mejor la T, para el otro, ni siquiera existe. Y tú no puedes ni plantearte un alfabeto sin tener aquella letra. Esto tiene que ver con la plasticidad del cerebro, y cómo este se adapta y desarrolla de forma única según las situaciones a las que se ve enfrentado.
Aplicado a nuestro entorno, podemos asegurar que el cerebro de un niño abocado desde su nacimiento a las nuevas tecnologías, se desarrolla diferente del nuestro, evolucionado en una realidad distinta, de forma que llega un momento en que nuestros caminos no son 100% compartidos.
Su manera de gestionar la situación no coincide con la nuestra: nosotros corremos para atrapar el tren, y ellos ya han nacido en él, con lo cual una situación nueva y cambiante para nosotros, para ellos es el mundo normal y habitual.
A veces me pregunto si los jóvenes nos ven a los adultos como unos chalados que corren de un cachivache y de una aplicación de ordenador a otra, sin saber exactamente a dónde vamos, cuando para ellos es algo tan habitual como para nosotros pagar con tarjeta (algo impensable hace 40 años). ¿Dejará la tecnología de ser una obsesión para nosotros, y se convertirá con el tiempo en una herramienta más, eso sí: eficazmente utilizada? Para mí está demostrado que no sabemos administrarla: acumulamos sin más ni más (por nuestra cultura de guardar y archivar), o queremos leerlo todo, y estar en todos los sitios, sin discriminar, distanciarnos y hacerlo con calma. Y sobre todo, sin la velocidad cerebral adecuada como para hacerlo: nuestro cerebro no ha sido adiestrado desde niños para ello.
Me pregunto, entonces, cómo influye este acceso a la inmensa cantidad de información y a toda velocidad, sobre los niños: ¿profundizan los niños en la información que encuentran? ¿La discriminan? ¿Tienen el tiempo y la capacidad para ser críticos con ella? ¿Son capaces de procesar la información de forma que esta genere recuerdos y memorias a medio y largo plazo? ¿O esta velocidad, añadida a nuestra cultura de lo inmediato y del “usar y tirar”, les hará incapaces de conservar la cultura en el sentido en que nosotros la entendemos? ¿Será esta una sociedad en que no guardaremos los conocimientos históricos en la cabeza, sino que siempre estará disponible, y por lo tanto nuestro cerebro se ocupará en otras cosas? ¿Dónde queda la memoria, y la reflexión? ¿Seguirán los mismos caminos que en nosotros? ¿Será la memoria a corto, medio y largo plazo capaz de crear nuevos paradigmas de gestión? ¿Se recordarán las mismas cosas, y de la misma manera? ¿Se perderá la reflexión, por falta de tiempo, quedando sólo el pensamiento superficial? ¿O quizás esta reflexión se hará a una velocidad tal, que sólo se necesitarán 5 segundos para llegar a las mismas conclusiones que antes en 20 días? Según que habilidades desarrolladas por el uso de videojuegos desde pequeños, o de comunicación gracias a los chats, o de expansión de la mente debido al acceso a información universal… son sorprendentes en los niños y jóvenes. ¿Por qué no pueden afectar al proceso de gestión de la información (reflexión), y a la memoria?
En charlas con niños y jóvenes he descubierto que apenas guardan información. No la archivan. Según su concepción: ¿para qué? Siempre estará ahí. Si la quieres, con buscarla de nuevo ya la tendrás (y si no la encuentras, la pedirás en una red social, y en poco tiempo alguien te la proveerá). Además, con lo rápido que cambian los formatos y los avances en tecnología, es más fácil obtener el documento en su última versión, que guardar la antigua, que será con peor calidad y probablemente con un formato ya inservible. La función de conservar y de archivar, por tanto, tampoco está presente en el pensamiento de los jóvenes. ¿Esto afecta también a la concepción de recordar algo, cuando cada vez que no te acuerdes te conectas con el satélite, con Google, y en segundos ya tienes la información? ¿Para qué servirá la memoria, entonces? ¿Cómo cambiarán las conexiones neuronales? ¿Se sustituirá la memoria por las referencias?
Nosotros, los bibliotecarios, podemos entender un poco esta idea: nuestra clásica respuesta cuando nos preguntan: “¿tú te has leído todos estos libros?”, es: “un bibliotecario se ha leído los lomos de todos los libros”. ¿Así, los futuros adultos tendrán en su cabeza una suerte de biblioteca referencial? ¿Qué ocuparía, entonces, el hueco de nuestro actual concepto de “conocimiento”? ¿Qué sustituiría a la tabla de los Reyes Godos, a los escritores románticos, o a los gases nobles de la tabla periódica de los elementos? No juzgo si está bien o si está mal, si es mejor o peor: pero si esto es así, ¿cuál será nuestra actitud?
No hay que ser apocalípticos, en este sentido: antiguamente se creía que escribir era un atraso para el cerebro. También se intuyó que el uso de la calculadora generaría un atraso en la capacidad matemática del individuo, que no habría de saberse las tablas de multiplicar…
No son baladís estas cuestiones (sobre todo para los bibliotecarios, intermediarios entre la información y los usuarios), pues lo que para nosotros es importante, está cambiando a gran velocidad. A un chico ahora le cuesta acceder a la literatura y a la música de nuestra generación: el ritmo es completamente diferente: el pensamiento es más veloz, el lenguaje es distinto (algunos dicen “empobrecido”), y por tanto el tipo de literatura o de música, ha de tener un ritmo, un lenguaje y una construcción diferente. Esto no es tan extraño: si cogemos una traducción de “Madame Bovary” de hace 100 años, y la comparamos con una actual… veremos que el lenguaje ha debido ser cambiado para adaptarse a nuestro distinto léxico. El otro día mi padre me decía que se le hacía cada vez más difícil ver películas antiguas, incluso las que de pequeño le fascinaron: se le hacían excesivamente lentas. En efecto, en las películas antiguas había escenas puras de teatro: cámaras fijas que rodaban toda la escena. Ahora, en las películas de acción, ningún plano debe durar más de 3 segundos. ¿Lograrán los jóvenes gestionar toda esa velocidad de información sin marearse? Entendiendo por no marearse, el crear un hábito que les permita poder colocar cada cosa en su sitio sin tener una crisis…
Para acabar, ¿qué pasará con los libros electrónicos (sean en el soporte que sean: lectores, iPads o cualquier otro)? Hay adultos que me dicen que les van mejor, sobre todo por el peso. Otros me dicen que les gusta más el papel, por la costumbre (cultura), o porque se puede ir para atrás más fácilmente. En mi caso, precisamente, este es un hecho indiscutible: yo me acuerdo más o menos en qué parte de un libro leí una frase que me impactó. A veces voy a la estantería, y por una suerte de memoria intuitiva, encuentro aquello que buscaba con un ojeo sorprendentemente certero. ¿Cómo funcionará esto con un pensamiento estructurado de forma diferente?
¿Serán los libros del futuro como aquellos del “Elige tu propia aventura”, donde el usuario será partícipe, y como en una suerte de videojuego, irá saltando de unos contenidos a otros, y entre unos formatos (video, letra, música, libro social compartido…) a otros? ¿Será la literatura un proceso creativo cooperativo entre el autor y los lectores? ¿Cambiará el lenguaje a una suerte de chat a toda velocidad, o bien se creará uno nuevo? ¿Comenzarán los jóvenes a crearse un mundo nuevo, porque el que les ofrecemos no cuadra demasiado con el suyo, y rechazarán parte de esta cultura para crearse una propia? ¿Volverán, después de un caos inicial y una necesidad de encontrar su personalidad, a los valores y estética, pongamos por caso del siglo IX, y empezarán de cero?
Creo que no estaría de más que los bibliotecarios comenzásemos a reflexionar sobre ello. Tranquilamente, sin prisas. ¿Cómo podemos llegar a los lectores jóvenes desde nuestras bibliotecas, si ellos viven en mundos tan diferentes (el mundo de la imagen, el de la información constante y a toda prisa)? ¿Podemos hacerlo desde un paradigma diferente, pensando que nuestros conceptos a ellos no les valen, y que nos hemos de espachurrar el cerebro para inventar otros? ¿Cómo establecemos esa conexión entre una literatura que nosotros consideramos de calidad, con un pensamiento formado con otro ritmo, con otras inquietudes que se nos escapan? ¿Nos preocupará entender cómo funciona ese mundo nuevo, para conociéndolo, establecer los puentes que permitan pasar de una orilla a la otra?
Nosotros, como observadores privilegiados y uno de los principales colectivos interesados, no podemos ser tan sólo espectadores pasivos, y deberíamos ser una pieza fundamental en estas reflexiones. Creo que maestros, bibliotecarios, escritores, psicólogos deberían trabajar juntos para poder extraer conocimientos que nos ayudasen a nosotros a poder evolucionar al mismo paso en el proceso lector de las generaciones jóvenes.
Apostillas del autor (Daniel Becerra) a “El procesamiento de la información en los jóvenes…”
A raíz del artículo publicado en Biblogtecarios, sobre… he recibido mensajes y comentarios de otros profesionales de diferentes sectores. La mayoría se referían a “cómo hacer que los niños lean más”, “cómo atraer a los jóvenes a la lectura”, e invariablemente la dificultad de educar a los niños y el amplio fracaso escolar.
Quisiera en estas apostillas comentar algunos tópicos que me he ido encontrando y sobre los que he debatido:
- “los niños no leen”: falso. Los niños leen. Leen mucho más que yo cuando era pequeño, y más que mis padres y que mis abuelos. Se pasan todo el día leyendo: “Beba Coca-cola”, “Prohibido pasar”, “Carga y descarga”, “A Messi le gustan los paraguas azules”… El acto mecánico e intelectual de leer está ahí. Que no esté focalizado en libros y literatura es diferente, y ahora lo comentaré.
- “los niños no se concentran”: tampoco es correcto. He visto niños concentrados durante horas y horas, perdiendo absolutamente la noción del tiempo, en videojuegos. Por tanto, la capacidad de concentración de los niños también está ahí. Que, por supuesto, no lo hacen durante las horas de clase, no implica que no puedan hacerlo.
Haciendo referencia al libro recomendado “Superficiales”, de Nicholas Carr, el autor pone el énfasis en la “era de la distracción”: en estos tiempos, todo, sobre todo internet, están pensados para llamar nuestra atención constantemente para destacarnos un producto, un servicio, una mejora… Cuando estamos mirando nuestro correo, tenemos anuncios por doquier intentando llamar nuestra atención. Cuando navegamos, montones de pop-ups, mensajes parpadeantes, líneas en rojo… van reclamando nuestra atención constantemente. Según el autor, internet está pensado para distraernos constantemente (y no sólo internet, siguiendo la era del consumo constante, del cambio y de la novedad), y por eso nos es cada vez más difícil concentrarnos en una sola cosa, como un artículo de más de 3 párrafos. Al final, Carr predice que seremos capaces de atender a 64 cosas a la vez, pero no podremos concentrarnos o profundizar en nada concreto. Pero, ¿esto también ocurre con los niños? ¿O ellos desarrollaran estrategias diferentes para discernir, no distraerse, y elaborar recuerdos profundos?
La capacidad de los niños de abstraerse en algo que les interesa, sigue tan intacta con los videojuegos, como yo cuando me refugiaba en mis leyendas de Bécquer.
- “los niños no memorizan”: mentira. Y además, perjudicial. Los grandes gurús de la educación, la mayoría de los cuales no ha estado nunca en una escuela, dogmatizaron un día que a los niños no se les ha de obligar a nada, y mucho menos a memorizar (que requiere un esfuerzo, una disciplina, y por tanto una obligación): que ya pasaron los tiempos de aprenderse la lista de los reyes godos.
Quizás estos gurús no han visto a un niño recitar toda la lista de los personajes de Songoku o de Bola de dragón, con todas sus múltiples facetas y relaciones hipergeneracionales. Os aseguro que superan con creces la memoria que es necesaria para aprenderse las tablas de multiplicar.
Tópicos como estos, son los que hacen que desviemos la atención y busquemos excusas a nuestra falta de entendimiento con las generaciones más jóvenes. No digo ni defiendo que “toda generación ha tenido problemas con la precedente”, y que por tanto se ha de ser comprensivo, paciente, e inactivo.
Precisamente, creo que debemos ser más activos, porque se nos está escapando de las manos. Y no para “atraer” a los niños. Porque esto implica que nosotros tenemos la razón, y que ellos tienen que venir a nuestra forma de ver el mundo. Había una colega que me decía el otro día que los libros de Gerónimo Stilton le parecían “mareantes”: efectivamente, esos libros juegan con los formatos de la informática: palabras de diferentes colores, dibujos, anagramas, etc., intentando mantener constantemente la atención del pequeño lector. Que a nosotros nos maree, no quiere decir que no sea adecuado para ellos, que de esta manera logran mantener el hilo de la historia.
Los niños están desarrollando estructuras mentales diferentes a las nuestras. Los caminos que siguen sus razonamientos y su inteligencia se han distanciado de los nuestros. Debemos entenderlos para establecer puentes.
Los niños sí leen. Y les encantan las historias, como a nosotros. Pero aquí está el quid de la cuestión: nuestros formatos no les valen.
En lugar de basarnos en el formato libro, debemos comenzar a pensar, que el libro no es otra cosa que el repositorio de una historia. Que las historias siguen siendo válidas (sobre todo aquellas universales, que tratan los temas que, pase el tiempo que pase, y tengamos la estructura mental que tengamos, seguirán siendo eternos en el ser humano: la vida, la muerte, el amor, el paso de la niñez a la adolescencia, y de la juventud a la madurez y a la vejez…).
Hemos de basarnos en las historias, y en la forma de contarlas, y no tanto en los formatos. Porque en definitiva, lo que interesa es que el héroe fabrique una barca con maderos y cuerdas, cruce el río, y se encuentre con los amigos que le esperan. Y esto se puede contar con múltiples códigos, formas y soportes.
Pero para ello, hemos de comprender que estos códigos son diferentes, y que debemos conocerlos para poder crear las herramientas adecuadas, de manera que las historias se puedan adaptar a esas nuevas formas de estructurar su pensamiento.
¿Libro sí, o libro no? No hay que obsesionarse. Lo importante es la historia: tanto vale un cuentacuentos, una película, un libro, o un videojuego. Siempre y cuando estos productos estén desarrollados de forma adecuada e inteligente para despertar el espíritu crítico, la reflexión profunda y la moraleja, que en definitiva es lo que cuenta.
Trabajemos para ello: los bibliotecarios desde la observación directa y la experiencia en la lectura. Los cuentacuentos como excelentísimos profesionales en historias y en la forma directa de llegar a los niños (y no tan niños) y mantener su atención. Escritores. Maestros. Neurólogos. Padres. Sin olvidar a los mayores interesados: los propios niños. Los niños nos reclaman productos adecuados, y no los encuentran. Los nuestros no les valen. Busquemos otros.
Daniel Becerra. Bibliotecario documentalista en Fundación Intervida, ONG internacional. Bibliotecario documentalista en el Comisionado para la Sociedad de la Información, de la Generalitat de Catalunya. Servicio de atención al ciudadano del Centro de Telecomunicaciones de la Generalitat de Catalunya. Asesor de bibliotecas escolares y de centros de documentación especializados.
Estimado Daniel, muy interesante el artículo, coincido contigo en el sentido de que a nosotros, «los más viejos», nos toca la labor de hacer interesante el aprendizaje de «los más jóvenes», sea por los medios que sean.
Saludos desde Irapuato, México