La primera vez que escuché hablar del libro «La utilidad de lo inútil. Manifiesto» de Nuccio Ordine, su título me llamó poderosamente la atención, porque, lamentablemente, con demasiada frecuencia me veo en la necesidad (y creo que nos pasa a muchos entre la profesión), de justificar la existencia de nuestro trabajo y de las bibliotecas (que otros llaman inútiles), frente a todo lo que tiene que producir beneficios tangibles y sobretodo económicos.
Así que lo busqué en la biblioteca y me puse a leer este manifiesto en favor de lo aparentemente inútil que el autor divide en tres capítulos, en los que defiende un regreso intelectual a saberes como la literatura, la filosofía, el arte o la música. En el primero, dedicado a la útil inutilidad de la literatura (y otras artes), el autor esgrime argumentos que toma prestados de escritores, filósofos, políticos e incluso economistas, como Víctor Hugo, Dante, Shakespeare, Aristóteles, Platón, Kant, Ovidio, Locke, Zhuang-Zi y muchos otros. En el segundo capítulo muestra los efectos producidos por la lógica del beneficio en el campo educativo, la investigación y las actividades culturales. Ordine afirma que en una situación de crisis, en lugar de mermar el gasto en educación, se debe duplicar, puesto que el conocimiento es lo que hace libre a las personas, les otorga capacidad crítica y de reflexión. Y, en el tercero, Ordine se plantea la posesión en relación a la dignitas hominis, es decir, para el autor, la riqueza y el poder generan falsas ilusiones, haciéndonos caer en un error que ya señalaba Séneca, el de valorar a las personas por los hábitos que visten y no por lo que son. Trata asimismo el tema del amor y el equívoco de la posesión dentro de las relaciones personales. Concluye el texto con un ensayo de Abraham Flexner (1866-1959), escrito en 1939 y cuyo final me servirá para para cerrar este post.
Ordine pretende, con una cuidada selección de textos, subrayar la importancia de aquello que no se puede pesar ni medir e invita a reflexionar sobre la idea contraria, la inutilidad de aquello que creemos no sólo útil, sino indispensable para nuestra vida, como fruto de un calculado propósito de los mercados. Todo lo que hacemos, como comenta Pepe rodríguez, está contaminado por la dictadura del beneficio. La cultura es la única resistencia a la lógica económica actual porque ya sabemos que con dinero se puede comprar a los políticos, a los jueces, las televisiones, etc. pero lo único que no se puede comprar es la cultura. Cojamos al hombre más rico del mundo y que nos firme un cheque en blanco y diga quiero comprar cultura, conocimiento, saber. Es imposible, la cultura es un esfuerzo personal que nadie puede hacer en nuestro lugar. No podemos estar orgullosos de lo que sabemos sino del esfuerzo que nos ha costado saberlo.
Coincido con Laura Luque Rodrigo, en que se trata un trabajo que nos invita a reflexionar sobre aspectos relevantes del mundo actual y que deja la puerta abierta a seguir recapacitando sobre tales temas y buscando soluciones a los mismos. Un libro no sólo de reivindicación de los saberes humanísticos, sino de la investigación científica en general y de la dignidad humana en particular, porque esta dignidad se alcanza a través del conocimiento y la educación, valores que se ven mermados en tiempos de crisis por el abandono institucional pero que nosotros, de algún modo, hemos de preservar, pues, como afirmaba Rob Rieman, «la única oportunidad para conquistar y proteger nuestra dignidad humana nos la ofrece la cultura y la educación».
Como considera Mariela B. Ortega, el paradigma actual se rige por el predominio de lo útil, por un utilitarismo acérrimo, por la distinción entre lo que es útil y lo que no, incluso reorientando aquello que se considera inútil hacia el rendimiento generalmente económico. Tristemente todo está contaminado, incluso la cultura se ha convertido en una industria, y en este contexto de “tristeza industrial”, tenemos también que justificar la existencia de las bibliotecas. Y para eso eso ya disponemos en nuestro entorno de estudios de impacto socioeconómico que monetizan el valor de las mismas, convirtiéndolas por tanto en «útiles», por si acaso la aparente inutilidad que supone el beneficio social de las bibliotecas para la comunidad no fuera suficiente.
Aunque toda la obra resulta de interés, creo que la motivadora y razonada introducción, le pone palabras a todo lo que pienso sobre la utilidad de la cultura en general y de la lectura, literatura y las bibliotecas en particular, instituciones a las que el autor alude poniendo de manifiesto su necesaria “inutilidad”. Admiro la claridad expositiva de Ordine a la vez que la envidio y me pregunto, con altas dosis de ironía, como no se me ocurrió a mi antes… Y en eso consiste este post, en reproducir literalmente parte de la introducción en la que Ordine hace una declaración de intenciones y deja clara su postura en cuanto a los beneficios de la inútil cultura frente al brutal utilitarismo.
Introducción
El oxímoron evocado por el título “La utilidad de lo inútil” merece una aclaración. La paradójica utilidad a la que me refiero no es la misma en cuyo nombre se consideran inútiles los saberes humanísticos y, más en general, todos los saberes que no producen beneficios. En una acepción muy distinta y mucho más amplia, he querido poner en el centro de mis reflexiones la idea de utilidad de aquellos saberes cuyo valor esencial es del todo ajeno a cualquier finalidad utilitarista. Existen saberes que son fines por sí mismos y que—precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial—pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu y en el desarrollo civil y cultural de la humanidad. En este contexto, considero útil todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores. Pero la lógica del beneficio mina por la base las instituciones (escuelas, universidades, centros de investigación, laboratorios, museos, bibliotecas, archivos) y las disciplinas (humanísticas y científicas) cuyo valor debería coincidir con el saber en sí, independientemente de la capacidad de producir ganancias inmediatas o beneficios prácticos. Es cierto que con mucha frecuencia los museos o los yacimientos arqueológicos pueden ser también fuentes de extraordinarios ingresos. Pero su existencia, contrariamente a lo que algunos querrían hacernos creer, no puede subordinarse al éxito económico: la vida de un museo o una excavación arqueológica, como la de un archivo o una biblioteca, es un tesoro que la colectividad debe preservar con celo a toda costa. Por este motivo no es cierto que en tiempos de crisis económica todo esté permitido…
El fármaco de la dura austeridad, como han observado varios economistas, en vez de sanar al enfermo lo está debilitando aún más de manera inexorable. Sin preguntarse por qué razón las empresas y los estados han contraído tales deudas—¡el rigor, extrañamente, no hace mella en la rampante corrupción ni en las fabulosas retribuciones de expolíticos, ejecutivos, banqueros y superconsejeros!—, los múltiples responsables de esta deriva recesiva no sienten turbación alguna por el hecho de que quienes paguen sean sobre todo la clase media y los más débiles, millones de inocentes seres humanos desposeídos de su dignidad. No se trata de eludir neciamente la responsabilidad por las cuentas que no cuadran. Pero tampoco es posible ignorar la sistemática destrucción de toda forma de humanidad y solidaridad: los bancos y los acreedores reclaman implacablemente, como Shylock en «El mercader de Venecia», la libra de carne viva de quien no puede restituir la deuda. Así, con crueldad, muchas empresas (que se han aprovechado durante décadas de la privatización de los beneficios y la socialización de las pérdidas) despiden a los trabajadores, mientras los gobiernos suprimen los empleos, la enseñanza, la asistencia social a los discapacitados y la sanidad pública. El derecho a tener derechos—para retomar un importante ensayo de Stefano Rodotà, cuyo título evoca una frase de Hannah Arendt—queda, de hecho, sometido a la hegemonía del mercado, con el riesgo progresivo de eliminar cualquier forma de respeto por la persona.
Transformando a los hombres en mercancías y dinero, este perverso mecanismo económico ha dado vida a un monstruo, sin patria y sin piedad, que acabará negando también a las futuras generaciones toda forma de esperanza. Los hipócritas esfuerzos por conjurar la salida de Grecia de Europa—pero las mismas reflexiones podrían valer para Italia o España—son fruto de un cínico cálculo (el precio a pagar sería aún mayor que el supuesto por el frustrado reembolso de la deuda misma) y no de una auténtica cultura política fundada en la idea de que Europa sería inconcebible sin Grecia porque los saberes occidentales hunden sus remotas raíces en la lengua y la civilización griegas. ¿Acaso las deudas contraídas con los bancos y las finanzas pueden tener fuerza suficiente para cancelar de un solo plumazo las más importantes deudas que, en el curso de los siglos, hemos contraído con quienes nos han hecho el regalo de un extraordinario patrimonio artístico y literario, musical y filosófico, científico y arquitectónico?
En este brutal contexto, la utilidad de los saberes inútiles se contrapone radicalmente a la utilidad dominante que, en nombre de un exclusivo interés económico, mata de forma progresiva la memoria del pasado, las disciplinas humanísticas, las lenguas clásicas, la enseñanza, la libre investigación, la fantasía, el arte, el pensamiento crítico y el horizonte civil que debería inspirar toda actividad humana. En el universo del utilitarismo, en efecto, un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más que una poesía, una llave inglesa más que un cuadro: porque es fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio mientras que resulta cada vez más difícil entender para qué pueden servir la música, la literatura o el arte… Las cosas que no comportan beneficio se consideran, pues, como un lujo superfluo, como un peligroso obstáculo. «Se desdeña todo aquello que no es útil», observa Diderot, porque «el tiempo es demasiado precioso para perderlo en especulaciones ociosas»… No sin irónica desolación, Flaubert en su “Diccionario de lugares comunes” define la poesía como «del todo inútil» porque está «pasada de moda», y al poeta como «sinónimo de lelo» y «soñador». De nada parece haber servido el sublime verso final de un poema de Hölderlin en el que se recuerda el papel fundador del poeta: «Pero lo que permanece lo fundan los poetas»…
[…]Ahora me interesa subrayar la vital importancia de aquellos valores que no se pueden pesar y medir con instrumentos ajustados para evaluar la quantitas y no la qualitas. Y, al mismo tiempo, reivindicar el carácter fundamental de las inversiones que generan retornos no inmediatos y, sobre todo, no monetizables. El saber constituye por sí mismo un obstáculo contra el delirio de omnipotencia del dinero y el utilitarismo. Todo puede comprarse, es cierto. Desde los parlamentarios hasta los juicios, desde el poder hasta el éxito: todo tiene un precio. Pero no el conocimiento: el precio que debe pagarse por conocer es de una naturaleza muy distinta. Ni siquiera un cheque en blanco nos permitirá adquirir mecánicamente lo que sólo puede ser fruto de un esfuerzo individual y una inagotable pasión. Nadie, en definitiva, podrá realizar en nuestro lugar el fatigoso recorrido que nos permitirá aprender. Sin grandes motivaciones interiores, el más prestigioso título adquirido con dinero no nos aportará ningún conocimiento verdadero ni propiciará ninguna auténtica metamorfosis del espíritu. Ya Sócrates lo había explicado a Agatón, cuando en el Banquete se opone a la idea de que el conocimiento pueda transmitirse mecánicamente de un ser humano a otro como el agua que fluye a través de un hilo de lana desde un recipiente lleno hasta otro vacío…
[…]Pero hay algo más. Sólo el saber puede desafiar una vez más las leyes del mercado. Yo puedo poner en común con los otros mis conocimientos sin empobrecerme. Puedo enseñar a un alumno la teoría de la relatividad o leer junto a él una página de Montaigne dando vida al milagro de un proceso virtuoso en el que se enriquece, al mismo tiempo, quien da y quien recibe. Ciertamente no es fácil entender, en un mundo como el nuestro dominado por el homo oeconomicus, la utilidad de lo inútil y, sobre todo, la inutilidad de lo útil (¿cuántos bienes de consumo innecesarios se nos venden como útiles e indispensables?). Es doloroso ver a los seres humanos, ignorantes de la cada vez mayor desertificación que ahoga el espíritu, entregados exclusivamente a acumular dinero y poder. Es doloroso ver triunfar en las televisiones y los medios nuevas representaciones del éxito, encarnadas en el empresario que consigue crear un imperio a fuerza de estafas o en el político impune que humilla al Parlamento haciendo votar leyes ad personam. Es doloroso ver a hombres y mujeres empeñados en una insensata carrera hacia la tierra prometida del beneficio, en la que todo aquello que los rodea—la naturaleza, los objetos, los demás seres humanos—no despierta ningún interés. La mirada fija en el objetivo a alcanzar no permite ya entender la alegría de los pequeños gestos cotidianos ni descubrir la belleza que palpita en nuestras vidas: en una puesta de sol, un cielo estrellado, la ternura de un beso, la eclosión de una flor, el vuelo de una mariposa, la sonrisa de un niño. Porque, a menudo, la grandeza se percibe mejor en las cosas más simples. «Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte», ha observado con razón Eugène Ionesco…
[…]Tenemos necesidad de lo inútil como tenemos necesidad, para vivir, de las funciones vitales y esenciales… En los pliegues de las actividades consideradas superfluas, en efecto, podemos percibir los estímulos para pensar un mundo mejor, para cultivar la utopía de poder disminuir, si no eliminar, las injusticias generalizadas y las dolorosas desigualdades que pesan (o deberían pesar)como una losa sobre nuestras conciencias. Sobre todo en los momentos de crisis económica, cuando las tentaciones del utilitarismo y del más siniestro egoísmo parecen ser la única estrella y la única ancla de salvación, es necesario entender que las actividades que no sirven para nada podrían ayudarnos a escapar de la prisión, a salvarnos de la asfixia, a transformar una vida plana, una no-vida,en una vida fluida y dinámica, una vida orientada por la curiositas respecto al espíritu y las cosashumanas…
[…]Y quién sabe si a través de las palabras de Mrs. Erlynne —«En la vida moderna lo superfluo lo es todo»— Oscar Wilde (acordándose probablemente de un célebre verso de Voltaire: «le superflu, chose très necéssaire» [«lo superfluo, cosa muy necesaria»]) no quiso aludir precisamente a la superfluidad de su mismo oficio de escritor. A aquel «algo más» que —lejos de connotar, en sentido negativo, una «superfetación» o una cosa «superabundante»— expresa, por el contrario, lo que excede de lo necesario, lo que no es indispensable, lo que rebasa lo esencial. En suma, lo que coincide con la idea vital de un flujo que se renueva continuamente (fluere) y también —como había señalado ya algunos años antes en el prefacio de El retrato de Dorian Gray: «Todo arte es completamente inútil»— con la noción misma de inutilidad. Pero si se piensa bien, una obra de arte no pide venir al mundo. O mejor dicho, recurriendo de nuevo a una espléndida reflexión de Ionesco, la obra de arte «exige nacer» de la misma manera que «el niño exige nacer»: «El niño no nace para la sociedad —expone el dramaturgo— aunque la sociedad se apodere de él. Nace para nacer. La obra de arte nace igualmente para nacer, se impone a su autor, exige ser sin tener en cuenta o sin preguntarse si es requerida o no por la sociedad». Ello no impide que la sociedad pueda «apoderarse de la obra de arte»: y aunque sea cierto que «puede utilizarla como quiera» —«puede condenarla» o «puede destruirla»— queda en pie el hecho de que la obra de arte «puede cumplir o no una función social, pero no es esta función social». Y si «es absolutamente necesario que el arte sirva para alguna cosa, yo diré —concluye Ionesco—, que debe servir para enseñar a la gente que hay actividades que no sirven para nada y que es indispensable que las haya».
Sin esta conciencia, sería difícil entender una paradoja de la historia: cuando prevalece la barbarie, el fanatismo se ensaña no sólo con los seres humanos sino también con las bibliotecas y las obras de arte, con los monumentos y las grandes obras maestras. La furia destructiva se abate sobre las cosas consideradas inútiles: el saqueo de la biblioteca real de Luoyang efectuado por los Xiongnu en China, la quema de los manuscritos paganos en Alejandría decretada por la intolerancia del obispo Teófilo, los libros heréticos consumidos por las llamas de la Inquisición, las obras subversivas destruidas en los autos de fe escenificados por los nazis en Berlín, los espléndidos budas de Bamiyán arrasados por los talibanes en Afganistán o también los manuscritos del Sahel y las estatuas de Alfaruk en Tombuctú amenazadas por los yihadistas. Cosas inútiles e inermes, silenciosas e inofensivas, pero percibidas como un peligro por el simple hecho de existir. En medio de las ruinas de una Europa destruida por la ciega violencia de la guerra, Benedetto Croce reconoce los signos del advenimiento de los nuevos bárbaros, capaces de pulverizar en un solo momento la larga historia de una gran civilización: Cuando los espíritus bárbaros [recobran vigor] no sólo derrotan y oprimen a los hombres que la representan [la civilización],sino que se dedican a destrozar las obras que para ellos eran instrumentos de otras obras, y destruyen hermosos monumentos, sistemas de pensamiento, todos los testimonios del noble pasado, cerrando escuelas, dispersando o incendiando museos y bibliotecas y archivos […]. No es preciso buscar ejemplos de tales cosas en las historias remotas, porque las de nuestros días los ofrecen con tanta abundancia que incluso hemos perdido el sentimiento de horror por ellos. Pero también quien erige murallas, como nos recuerda Jorge Luis Borges, puede fácilmente arrojar los libros a las llamas de una hoguera, porque en ambos casos se termina por «quemar el pasado»…
[…]Incluso John Maynard Keynes, padre de la macroeconomía, reveló en una conferencia de 1928 que los «dioses» en los que se funda la vida económica son inevitablemente genios del mal. De un mal necesario que «por lo menos durante otros cien años» nos forzaría a «fingir, nosotros mismos y todos los demás, que lo justo es malo, y lo malo es justo, porque lo malo es útil y lo justo no lo es». La humanidad, por consiguiente, debería continuar (¡hasta 2028!) considerando «la avaricia, la usura y la cautela» como vicios indispensables para «sacarnos del túnel de la necesidad económica y llevarnos a la luz del día». Y sólo entonces, alcanzado el bienestar general, los nietos —¡el título del ensayo, ”Las posibilidades económicas de nuestros nietos”, es muy elocuente!— podrían por fin entender que lo bueno es siempre mejor que lo útil: “Nos vemos libres, por lo tanto, para volver a algunos de los principios más seguros y ciertos de la religión y virtud tradicionales: que la avaricia es un vicio, que la práctica de la usura es un delito y el amor al dinero es detestable, que aquellos que siguen verdaderamente los caminos de la virtud y la sana sabiduría son los que menos piensan en el mañana. Una vez más debemos valorar los fines por encima de los medios y preferir lo que es bueno a lo que es útil. Honraremos a todos cuantos puedan enseñarnos cómo podemos aprovechar bien y virtuosamente la hora y el día, la gente deliciosa que es capaz de disfrutar directamente de las cosas, las lilas del campo que no trabajan ni hilan”.
Aunque la profecía de Keynes no se haya cumplido —la economía dominante, por desgracia, insiste hoy en día en mirar tan sólo a la producción y el consumo, despreciando todo aquello que no sirve a la lógica utilitarista del mercado y, en consecuencia, continuando con el sacrificio de las «artes de la vida» al lucro—, aun así su sincera convicción no deja de ser valiosa para nosotros: la auténtica esencia de la vida coincide con lo bueno (con aquello que las democracias comerciales han considerado siempre inútil) y no con lo útil.
Una decena de años más tarde, desde un ángulo muy distinto, también Georges Bataille se preguntó, en “El límite de lo útil”, sobre la necesidad de pensar una economía atenta a la dimensión del antiutilitarismo. A diferencia de Keynes, el filósofo francés no se hizo ilusiones sobre los presuntos nobles propósitos de los procesos utilitaristas, porque «el capitalismo no tiene nada que ver con el deseo de mejorar la condición humana». Sólo a primera vista parece tener «por objeto la mejora del nivel de vida», pero se trata de una «perspectiva engañosa». De hecho, «la producción industrial moderna eleva el nivel medio sin atenuar la desigualdad de las clases y, en definitiva, sólo palía el malestar social por casualidad». En este contexto, tan sólo lo excedente —cuando no se utiliza «en función de la productividad»— puede asociarse con «los resultados más bellos del arte, la poesía, el pleno vigor de la vida humana». Sin esta energía superflua , alejada de la acumulación y el aumento de las riquezas, sería imposible liberar la vida «de consideraciones serviles que dominan un mundo consagrado al incremento de la producción». No obstante, George Steiner —gran defensor de los clásicos y de los valores humanísticos «que privilegian la vida de la mente»— ha recordado que, al mismo tiempo, de manera dramática «la elevada cultura y el decoro ilustrado no ofrecieron ninguna protección contra la barbarie del totalitarismo». En numerosas ocasiones, por desgracia, hemos visto pensadores y artistas que se mostraban indiferentes ante opciones feroces o, incluso, moralmente cómplices de dictadores y regímenes que las ponían en práctica…
[…]Calvino en su ensayo “Por qué leer los clásicos”, aun reconociendo que los «clásicos sirven para entender quiénes somos y adonde hemos llegado», nos pone en guardia contra la idea de que «los clásicos se han de leer porque “sirven” para algo». Al mismo tiempo, no obstante, Calvino sostiene que «leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos». La cultura, como el amor, no posee la capacidad de exigir —observa con razón Rob Riemen—. No ofrece garantías. Y, sin embargo, la única oportunidad para conquistar y proteger nuestra dignidad humana nos la ofrece la cultura, la educación liberal.
Por tal motivo, cree Ordine que, en cualquier caso, es mejor proseguir la lucha pensando que los clásicos y la enseñanza, el cultivo de lo superfluo y de lo que no supone beneficio, pueden de todos modos ayudarnos a resistir, a mantener viva la esperanza, a entrever el rayo de luz que nos permitirá recorrer un camino decoroso. Entre tantas incertidumbres, con todo, una cosa es cierta: si dejamos morir lo gratuito, si renunciamos a la fuerza generadora de lo inútil, si escuchamos únicamente el mortífero canto de sirenas que nos impele a perseguir el beneficio, sólo seremos capaces de producir una colectividad enferma y sin memoria que, extraviada, acabará por perder el sentido de sí misma y de la vida. Y en ese momento, cuando la desertificación del espíritu nos haya ya agostado, será en verdad difícil imaginar que el ignorante homo sapiens pueda desempeñar todavía un papel en la tarea de hacer más humana la humanidad…
Como indiqué al inicio, acabo este post como termina Abraham Flexner el ensayo con el que finaliza el libro: «Por nuestra parte, no prometemos nada, pero abrigamos la esperanza de que la libre búsqueda de conocimientos inútiles demostrará tener consecuencias en el futuro como las ha tenido en el pasado. Ni por un momento, sin embargo, defendemos el Instituto por esta razón. Existe como un paraíso para los estudiosos que, como los poetas y los músicos, se han ganado el derecho a hacer las cosas a su gusto y logran los mayores resultados cuando se les permite actuar así».
Por cierto y hablando de lo útil y lo que no lo es (aparentemente) tanto, quizá otro día en otro post, reseñe el libro «Errar es útil: cuando equivocarse es acertar» de Henning Beck…
Hola Felicidad.
Me encantó este texto. Inmediatamente se me vino a la mente el libro de Martha Nussbaum «Sin fines de lucro» que en algún lado de mi blog reseñé y apuntaba a lo mismo pero haciendo específicamente mención a las humanidades en la educación y su aparente inutilidad frente a las ciencias exactas. Creo que tu forma de poner bibliotecas y museos en el panorama de lo inútil y valioso es clave.
Hay un texto en Progressive Librarian, esta revista sobre nuestra profesión que habla sobre cómo el término «cliente» ha permeado el léxico de los bibliotecarios lo que evidencia una clara intromisión de conceptos del mercado para tratar de equipararlo con lo que aquí llamas útil. No te imaginas la cantidad de colegas que he encontrado hablando de los «clientes de las bibliotecas», lo que me parece terrible por lo que aquí expones.
Por otro lado también he visto cómo nos hemos tenido que mover a este terreno para poner cifras al retorno de inversión que realizan las bibliotecas a la sociedad, como si no hubiera forma de entender su impacto y valor si no fuera sólo mediante un valor económico y además como si los tomadores de decisiones no pudieran confiar en su inversión si no hubiera un número que lo respaldara. Ojalá podamos tener el buen juicio para hablar en estos términos para convencer a quien sólo escucha de números, pero que no nos perdamos en esas peligrosas aguas.
Un abrazo fraterno.
Gracias a ti David!
No es cuestión de ponerle un beneficio tangible (y económico) a todo, sin considerar el beneficio personal, social, cultural… pero como esos parecen ser los cánones, también podemos justificar cada euro invertido en bibliotecas, recordando además que es eso, una inversión y no un gasto. Ay madre, las dificultades de ver lo obvio…