Las implicaciones morales de la «neutralidad» bibliotecaria

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Imagina. Eres el nuevo responsable de colección de la biblioteca en la que trabajas. Has comenzado a dudar de la conveniencia de tener en tu fondo una popular revista de parapsicología, ocultismo, teorías de la conspiración y temas relacionados. Tus dudas se fundan en la calidad y en la veracidad de los contenidos de la revista. Las preguntas son: en caso de no tenerla ya en el fondo, ¿comprarías la revista para incluirla en el mismo?; y en caso de ya contar con ella en el fondo, ¿cancelarías la suscripción?

Si tus respuestas a esas preguntas han sido «no» y «sí», es más que probable que te ganes de una buena parte de bibliotecarios una doble acusación de falta de ética profesional y de elitismo cultural. Pero ¿tienen fundamento esas acusaciones?

Lo que voy a intentar hacer en esta entrada es analizar los varios motivos que a mi juicio llevan a tantos bibliotecarios a alzar el dedo acusador de la falta de ética o del elitismo contra aquellos que, como yo, ponen en duda la conveniencia de comprar determinados materiales.

Por descontado que mi intención no es juzgar a las personas que gustan de leer revistas de parapsicología y similares. Aunque muchos se empeñen en creer lo contrario, es conceptualmente posible separar ambas cuestiones: la de la crítica a la persona que consume los contenidos y la crítica misma de los contenidos. Al fin y al cabo nuestras ideas y nuestros gustos contribuyen a definirnos, pero ni las ideas ni los gustos somos nosotros: tanto unas como otros pueden cambiar con el tiempo, y ser sujetos al examen de nuestra conciencia.

No pretendo convencer a nadie de que no compre según qué obras: eso es algo que se seguirá haciendo opine yo lo que opine. Tampoco, Dios me libre, pretendo dar a entender que soy una especie de talibán que se niega en redondo a adquirir algunos tipos de materiales. Creo que existen motivos que podríamos llamar pragmáticos para comprar y mantener en la colección ciertos materiales, como por ejemplo el deseo de contentar al máximo número posible de gente o velar por el número de préstamos globales.

La intención de esta entrada es más bien determinar si hay maneras de desencallar la discusión sobre la selección de materiales, llevándola más allá de argumentos demasiado generales y que se ajustan poco a la realidad de la mayoría de los bibliotecarios, como las acusaciones de falta de ética o de censura activa.

Al cabo espero mostrar dos cosas: en primer lugar, que la decisión de no comprar algunos materiales (de los que hablaré en seguida) es igual e incluso más lícita en el ámbito de las bibliotecas públicas que la decisión de comprarlos, porque esta última postura presenta interesantes paradojas y contradicciones a pesar de la existencia de esos motivos pragmáticos a los que antes me refería; en segundo lugar, que nuestras decisiones de compra implican consecuencias morales que se mantienen aunque se apele al gusto del público o a una interpretación estrecha de las directrices internacionales sobre bibliotecas públicas.

Como ya es costumbre en las entradas que escribo en esta plataforma, me temo que ésta también va a ser larga. Muy larga, de hecho…

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La eterna pregunta del millón en las bibliotecas públicas parece ser: ¿deberíamos tener Mein Kampf? Aunque sin duda me parece una cuestión relevante, considero que se ha convertido en una pregunta icónica que enmascara otros casos más sutiles pero más interesantes desde el punto de vista de gestión de la colección.

Y es que tanto defensores como detractores de la inclusión de Mein Kampf en un fondo bibliotecario están de acuerdo en algo fundamental: todos consideran que el contenido de la obra es infame y rechazable categóricamente. En ese sentido, en principio se podría llegar a una solución de consenso: contar con una obra de revisión crítica del original, como el libro de Sven Felix Kellerhoff Mi lucha. La historia del libro que marcó el siglo XX; o bien, en caso de que fuera posible, contar con el original pero en una edición crítica, anotada y contextualizada (como la publicada en 2016 en Alemania).

Otros casos que se suelen citar en las polémicas sobre compra y expurgo son aquellos que tienen que ver con la ofensa que algunos usuarios dicen sentir en su sentido de la moralidad. Vicente Funes recoge algunos ejemplos de este fenómeno  del ámbito español en Infobibliotecas (aunque son ejemplos más relacionados con actividades que con compra de material), casos que parece que se reproducen pero llevados al extremo en bibliotecas de EEUU (seguramente debido al conservadurismo moral de buena parte de su población). De nuevo, me parecen casos relevantes y que dan que pensar pero no especialmente problemáticos: la consecuencia de contar con esos materiales es una ofensa o un enfado por parte de algunos usuarios quizá con la autocensura consiguiente por parte del bibliotecario, aunque para mediar en esos conflictos siempre se puede apelar a la diversidad de gustos y a la libertad de expresión (cosa que no garantiza una mediación satisfactoria, claro).

Las obras que me interesan en esta entrada son aquellas cuyo contenido se aparta o contradice lo que la mayoría del estamento científico y de las instituciones y publicaciones científicas rigurosas y acreditadas consideran como probado, fiable o verificado. Dentro de ese grupo se incluyen un amplio abanico de obras: desde la llamada pseudociencia, que incluye temas como la homeopatía, el reiki, la astrología, la cristaloterapia, la sanación cuántica,… ; hasta obras que dicen refutar asunciones establecidas de campos como la biología evolutiva, la física e incluso el estudio del cambio climático.

Casi que sería injusto demonizar a todos esos tipos de obras por igual y condenarlas con la misma fuerza, porque no tienen las mismas implicaciones sociales o personales: no es lo mismo un libro de lectura del tarot, uno de flores de Bach o una revista de parapsicología que un libro que ponga en duda la responsabilidad humana en el cambio climático, o que afirme que el cáncer es producto de nuestro modo egoísta de comportarnos en la sociedad. Por ello voy a intentar centrarme en aquellos casos que considero más graves, y para referirme a ese subconjunto de casos utilizaré la expresión Materiales Altamente Conflictivos (en adelante, MAC). Como se suele utilizar la generalización de que el marco de materiales posibles para una biblioteca pública es todo lo que quede dentro de la ley, cuando mencione casos de MAC yo también me mantendré en cierto nivel de ambigüedad, utilizando ejemplos genéricos sin apuntar a obras concretas.

Hechas las necesarias aclaraciones, vamos con el análisis de argumentos.

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En un primer movimiento, siempre podemos poner en duda la legitimidad de la ciencia para emitir juicios sobre diversas cuestiones, e incluso la conveniencia de dar nuestra confianza a esos juicios. Éstas son cuestiones de un gran calado en el ámbito de la filosofía de la ciencia y de la teoría del conocimiento, pero no vamos a profundizar tanto: un análisis detallado se escapa de mis competencias, y además no es necesario para el caso que nos ocupa. Y es que el problema de la legitimidad de la ciencia también ha animado a diversos autores a escribir obras informadas pero destinadas al público en general, obras que tienen el suficiente rigor como para arrojar luz sobre estos problemas.

Un ejemplo de esto último es el libro del físico Alan Sokal Más allá de las imposturas intelectuales. Ya he hablado de la obra de Sokal en otro sitio, así que me vais a permitir que reutilice algunas de las cosas que allí dije para nuestro tema.

En no pocas ocasiones se suele decir que “la ciencia es una forma más de conocer el mundo”, y que por tanto no tiene porqué ser más válida que otras maneras de hacerlo. Por ejemplo: la teoría del Big Bang tendría el mismo estatuto a la hora de explicar el origen del universo que los mitos de ciertas tribus. No obstante, comenta Sokal, si utilizamos el verbo “conocer” en su sentido habitual, entonces hay teorías que son mutuamente incompatibles y que, por tanto, no pueden ser todas ciertas. Para muchas personas esto implica que determinados expertos tendrían el derecho a decretar qué es verdad y qué no. Para Sokal no se trata en absoluto de una cuestión de autoridad, sino de lógica: dos teorías contradictorias entre sí no pueden ser ambas verdaderas, independientemente de quien lo afirme.

También se suele atacar a la ciencia destacando aquellos casos en que se han sostenido falsedades o prejuicios en nombre de la verdad y la razón. Pero eso no implica que se tenga que rechazar el concepto de verdad: más bien, implica que se tienen que examinar con mucho cuidado los datos en los que se apoyan ciertas afirmaciones:

Conviene, sin duda, mostrar a qué intereses económicos, políticos e ideológicos sirven las caracterizaciones de la “realidad” que hacen nuestros oponentes; pero primero hemos de demostrar, sirviéndonos de los datos y la lógica, por qué esas caracterizaciones son objetivamente falsas (o, en algunos casos, verdaderas pero incompletas). (p. 151)

Por descontado, puede ser difícil determinar qué declaraciones son verdad y cuáles son falsas. Pero hay quien partiendo de esta dificultad llega a la conclusión de que no hay una verdad objetiva. Según Sokal, gran parte de las corrientes que defienden que no existe la verdad (como el perspectivismo o el constructivismo social)…

constituyen una filosofía de lo más natural para personas políticamente comprometidas pero intelectualmente perezosas. (p. 188)

Y es que:

Es mucho más fácil despreciar los resultados como tendenciosos por influencia de los prejuicios de los investigadores. […] La gran desventaja del filosofar propio de los constructivistas sociales radicales es que es un utensilio multiuso para desacreditar cualquier estudio empírico cuyas conclusiones no gusten a uno, sin necesidad de entrar (o ni tan sólo comprender) los enrevesados detalles de los datos y su interpretación. (p. 190)

Claro que siempre podemos negar los hechos en sí, o poner en tela de juicio que haya algo así como hechos que se pueden conocer con cierta independencia. Para Sokal es una postura que podría ser bienintencionada, pero que tiene terribles implicaciones prácticas:

Pruebe usted a negar que existen aserciones verdaderas no dependientes del contexto y verá cómo no se limita a tirar por la borda la mecánica cuántica y la biología molecular: arrojará también las cámaras de gas nazis, la esclavización de africanos en América y el hecho de que hoy esté lloviendo en Nueva York. […] los hechos cuentan, y algunos hechos […] cuentan muchísimo. (p. 134)

Negar la existencia de hechos independientes no sólo es poco sensato por motivos prácticos. Además, es poco sensato en vista del indudable avance en el conocimiento que ha permitido la ciencia: un avance que se refleja tanto en cuestiones abstractas, como el descubrimiento del Bosón de Higgs o los mecanismos de regulación genética, como en cuestiones más prácticas, como el tomar un avión, encender tu tablet o smartphone o utilizar el editor de textos con el que estoy escribiendo esto.

En definitiva: aunque puedan existir fuertes controversias en la ciencia misma sobre cuestiones complejas, o aunque se hayan cometido (y se cometan) fraudes y atropellos en nombre de la verdad, tenemos buenas razones para confiar en el conocimiento experto y en los mecanismos de descubrimiento de la verdad que utiliza la ciencia. Por ello, no parece muy acertado obviar lo que tenga que decir la ciencia en cuestiones que caen dentro de su competencia.

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El argumento más utilizado para defender la compra y mantenimiento de MAC en un fondo bibliotecario es que no hacerlo no es propio de una biblioteca pública, y por ende no es propio de un buen bibliotecario público. Éste es un argumento que de forma implícita se suele apoyar en las normativas y directrices internacionales, la más destaca de ellas las Directrices IFLA/UNESCO para el desarrollo del servicio de bibliotecas públicas en su versión de 2001 (en el año 2010 la IFLA publicó una nueva versión de este documento base, con cambios prácticamente irrelevantes para lo que aquí vamos a comentar. No hay traducción al español de la edición de 2010, pero podéis consultarla en otros idiomas como el inglés o el catalán).

En su apartado 1.5, Libertad de información, las Directrices establecen:

La biblioteca pública debe ser capaz de representar la opinión y la experiencia humanas en todas sus modalidades y no correr peligro de ser censurada. En algunos países, una Ley de libertad de información ayudará a garantizar que dichos derechos se salvaguarden. Los bibliotecarios y los órganos rectores de las bibliotecas deben defender estos derechos humanos elementales y resistir a las presiones de ciertas personas o grupos que intentan limitar los fondos de las bibliotecas públicas.

Ese rechazo a la limitación de los fondos actúa como una salvaguarda sensata y necesaria para reducir las oportunidades de practicar una censura sobre la información y el conocimiento. Pero si se entiende ese párrafo de una manera monolítica, demasiado rígida, se da una interesante contradicción con el apartado inmediatamente anterior, el 1.4: Una institución que propicie el cambio:

Al facilitar una gran diversidad de materiales útiles para instruirse y hacer que la información sea accesible a todos, [la biblioteca pública] puede aportar beneficios económicos y sociales a las personas y a la comunidad. Contribuye a la creación y el mantenimiento de una sociedad bien informada y democrática y ayuda a que la gente actúe con autonomía enriqueciendo y mejorando su vida y la de la comunidad. La biblioteca pública debe ser consciente de las cuestiones que se plantean en su comunidad y ofrecer información para que los debates se lleven a cabo con fundamento. (Las negritas son mías)

¿En qué sentido se puede defender que tener obras que, por ejemplo, pongan en duda el cambio climático o que postulen la existencia y efectividad de algo llamado sanación cuántica contribuya realmente a “la creación y el mantenimiento de una sociedad bien informada”?

No es el único punto de fricción que podemos encontrar en las Directrices. En el apartado 1.3 La finalidad de la biblioteca pública se sostiene:

Los principales objetivos de la biblioteca pública son facilitar recursos informativos y prestar servicios mediante diversos medios con el fin de cubrir las necesidades de personas y grupos en materia de instrucción, información y perfeccionamiento personal comprendidas actividades intelectuales de entretenimiento y ocio. Desempeñan un importante papel en el progreso y el mantenimiento de una sociedad democrática al ofrecer a cada persona acceso a toda una serie de conocimientos, ideas y opiniones.

Justo a continuación, en el apartado 1.3.1 Educación e instrucción se comenta:

La necesidad de una entidad a disposición de todo el mundo, que brinde acceso al conocimiento tanto en formato impreso como de otro tipo para respaldar la educación escolar y extraescolar, ha sido el motivo de la fundación y el mantenimiento de la mayoría de las bibliotecas públicas y sigue siendo una de sus finalidades primordiales. (Las negritas son mías)

A nosotros, que hemos tenido la suerte y el privilegio de recibir una educación, quizá nos parezca normal pensar que la consecución de conocimiento mediante la educación es compatible con el acceso a obras que nieguen o contradigan el conocimiento científico establecido. Pero ¿lo es realmente? Nuestra educación, a pesar de sus lagunas y defectos, estuvo basada en la transmisión de conocimiento verdadero. ¿Es compatible el logro de la educación con la transmisión de conocimiento falso (si es que esa expresión tiene algún sentido)?

Las Directrices son unas pautas, unas guías que buscan sentar las bases de cómo debería ser un servicio de biblioteca pública. Así pues es casi inevitable que en su formulación haya cierto nivel de generalidad, una generalidad que volvemos a encontrar cuando se nos habla de los fondos, en el Capítulo 4:

Los fondos y servicios bibliotecológicos han de incluir todos los tipos de medios y tecnologías modernas, así como materiales tradicionales. Son fundamentales su buena calidad y su adecuación a las necesidades y condiciones locales. Los materiales han de reflejar las tendencias actuales y la evolución de la sociedad, así como la memoria del esfuerzo e imaginación del ser humano. (Las negritas son mías)

Así expresado, lo que se entienda por “buena calidad” de los fondos podría estar sujeto a discusión. No obstante, toda biblioteca o todo sistema bibliotecario debería aplicar unos principios para la selección de sus fondos. Unos principios en los que se suele ser más generoso a la hora de explicitar qué es la “calidad”. No es infrecuente que los principios de selección de fondos hagan referencia a la necesidad de aplicar unos criterios cualitativos a la hora de seleccionar: criterios entre los que se suelen incluir la objetividad y la calidad informativa de los materiales, la imparcialidad de la obra, y la existencia de críticas positivas en medios de comunicación generalistas y especializados.

¿No ofrecen las pautas de selección de nuestras instituciones buenos motivos para no incluir MAC en nuestros fondos, por muy polémico que sea ese rechazo?

Las pautas y las normativas y directrices hacen una referencia muy especial al tema recurrente de satisfacer las necesidades de información de los usuarios. Este punto me sirve para introducir otros dos argumentos esgrimidos contra la no-inclusión de MAC en los fondos: el argumento de “hay que darle a la gente lo que quiere leer” y el argumento de que “quiénes son los bibliotecarios para decir a la gente qué es lo que tienen que leer”. Analicemos ambos.

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Cuando decimos que “hay que darle a la gente lo que quiere leer” mantenemos una versión chusquera de lo que en filosofía se conoce como el principio de autonomía. Según dicho principio, la autonomía es la capacidad de los individuos para la auto-determinación y el auto-gobierno. Por descontado que la autonomía es un principio deseable, al que con toda justicia aspiramos en nuestra vida diaria, puesto que es una de las bases de nuestras sociedades democráticas. En nuestro caso, el principio de autonomía sostiene que las bibliotecas deberían ofrecer libremente información a los usuarios para que sean estos los que decidan.

Pero como pasa con la mayoría de cuestiones filosóficas de amplio calado, el principio de autonomía tampoco está libre de problemas. La filósofa Mar Cabezas lo explica breve pero claramente en su obra Dilemas morales: entre la espada y la pared:

El respeto a la autonomía de los demás lleva, en principio, a reconocer que el otro puede tener sus propias opciones y valores, y a respetar que actúe conforme a ellos. Sin embargo, el principio de autonomía no termina aquí. No podemos olvidar que el respeto a la autonomía de los demás está limitado por otras circunstancias. No es un principio que actúe o deba respetarse en solitario. Por el contrario, respetamos la autonomía de todo sujeto en condiciones similares, de igualdad, y una vez tenidas en cuenta todas las circunstancias, con el fin de asegurar que esa autonomía no se solapa con otros valores y obligaciones morales compartidas. (p. 53)

Y continúa Cabezas:

No es el valor principal ni la guía para la resolución de conflictos, en tanto que respetar la autonomía de un sujeto puede llevar a cometer daños e injusticias con otros sujetos […]. Así, la autonomía queda restringida siempre y cuando choque con otros valores compartidos mínimamente por todos, como puede ser la justicia o la igualdad. Primaría, por tanto, el principio de no maleficencia o el de justicia para evitar que la autonomía de un sujeto engulla los derechos de los demás. (p. 54)

La pregunta es: ¿podría la autonomía de los usuarios con respecto al acceso a según qué obras chocar con otros valores compartidos mínimamente por todos? En mi opinión, la respuesta bien podría ser que sí.

Las bibliotecas públicas hace mucho que no trabajan aisladas. A pesar de que las normativas establezcan que se deben a su comunidad local, no hay que olvidar que el trabajo de las bibliotecas se inserta en círculos más amplios: las políticas locales de educación, lectura y alfabetización; los programas nacionales de fomento de la cultura, de la educación científica y del pensamiento crítico; otras declaraciones de principios de organismos como la IFLA; y políticas de la Unión Europea.

En este sentido, tomemos por ejemplo el Plan Estratégico de la IFLA para los años 2016 – 2021, publicado en este 2016 y reseñado en RecBib. En la reseña podemos conocer las diferentes direcciones estratégicas del Plan. La primera de ellas, Las Bibliotecas en la Sociedad, establece:

Empoderaremos al sector de servicios de bibliotecas e información para construir sociedades alfabetizadas, informadas y participativas. Desarrollaremos estrategias y herramientas que permitan que las bibliotecas sean proveedoras clave de información, educación, investigación, cultura y participación social.  (Las negritas son mías)

¿Encajan los MAC en el objetivo de construir sociedades alfabetizadas e informadas?

Destacable también es el programa de la Unión Europea Horizonte 2020: Ciencia con y para la Sociedad. En su página web se nos informa que el objetivo del programa es promover y facilitar la comprensión de la “Investigación e Innovación responsable” mediante diversas acciones, de las que destaco para nuestro caso:

La participación ciudadana en la ciencia, de manera que los ciudadanos desarrollen intereses y capacidades hacia la ciencia, que les permitan participar activamente en actividades científicas. (Las negritas son mías)

Preguntémonos de nuevo si la consecución de esos objetivos a nivel europeo es compatible con proporcionar MAC a los usuarios.

Entiéndase lo que no digo: no estoy afirmando que porque la IFLA o la UE tengan esos objetivos, las bibliotecas automáticamente hayan de dejar de comprar obras que, por ejemplo, difundan las bondades de dietas milagro tildadas de ineficaces por la comunidad científica. Lo que sí afirmo es que su existencia en nuestros fondos es problemática por la naturaleza dual de la misión de la biblioteca pública: dar a los usuarios lo que quieren Y contribuir a formar sociedades basadas en el conocimiento.

¿Y qué hay del argumento de “quiénes son los bibliotecarios para decir a la gente qué es lo que tiene que leer”? ¿No equivale eso a censurar libros? La respuesta, creo, es bastante directa: seleccionar y censurar no es en absoluto lo mismo. Los bibliotecarios no le dicen a nadie qué es lo que tiene que leer. Lo que sí hacen (o deberían hacer) es seleccionar los materiales en base a unos criterios incluidos en una política de selección. Si esos criterios establecen que hay que prestar especial atención a aspectos como la objetividad, la fiabilidad o la actualidad del contenido, o la opinión de fuentes especializadas, entonces nosotros no imponemos nuestro criterio: basamos nuestra selección en el juicio de fuentes autorizadas, que es una cosa muy diferente. Una selección que, por cierto, debería realizarse a pesar del imposible caso de que las bibliotecas contaran con un presupuesto de adquisición ilimitado.

De hecho, acabar seleccionando un material aun a pesar de la existencia de dudas autorizadas sobre la validez de su contenido constituye una extraña forma de arrogancia: ¿es que sabemos nosotros más sobre el cambio climático, la biología evolutiva o la física cuántica que los mismos expertos en sus materias?

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¿Qué hay de la también muy difundida idea de que hay que ofrecer a los usuarios los diferentes  puntos de vista de las cuestiones? Pues que es un argumento razonable en muchos casos, pero muy poco razonable en muchos otros.

Esto es algo que no sucede sólo en las bibliotecas públicas: es una costumbre que también se ha implantado con fuerza en el periodismo. Pero como escribió el físico e investigador del cáncer de la Oxford University Robert Grimes para The Guardian, cuando la evidencia es clara la asunción de que el buen periodismo requiere que puntos de vista mutuamente excluyentes sean tratados de la misma manera simplemente no se sostiene.

Por ejemplo: pensemos en el caso de la posible relación entre vacunas y autismo. Puede que siendo como es una cuestión polémica, queramos proporcionar a los usuarios documentos que reflejen las diversas opiniones implicadas en el debate. Pero lo cierto es que a pesar de la alarma social, por lo que respecta a la ciencia no hay debate.

La página web de Materia, uno de los sitios de referencia para la divulgación científica en el mundo hispanohablante, publicaba en el año 2014 una noticia al respecto muy reveladora:

Es algo que ya se sabía, pero una revisión de todo lo publicado sobre el asunto es el carpetazo cuantitavo a la falsa relación entre vacunas y autismo. Un equipo de investigadores de la Universidad de Sidney ha repasado todos y cada uno de los trabajos científicos sobre el posible nexo entre la vacunación de niños y la aparición de trastornos del espectro autista. En total, revisaron más de un millar de estudios, y tras poner el foco en los más robustos y completos, la conclusión es diáfana: “Este metanálisis no proporciona ninguna evidencia de una relación entre las vacunas y el autismo o los trastornos del espectro del autista y, por tanto, defiende que se continúe con los programas de inmunización de acuerdo con las directrices nacionales”.

Y continuaban en Materia:

El equipo liderado por Guy Eslick se centró en una decena de estudios, cinco de ellos sobre grandes poblaciones de niños y cinco de casos de control, para extraer las conclusiones cuantitativas. Todos estos estudios abarcan casi 1,3 millones de niños en Reino Unido, Japón, Polonia, Dinamarca y EEUU y la robustez de sus análisis se asienta en que de media siguieron a los grupos estudiados durante más de ocho años después de la inmunización. Los resultados son tan concluyentes como siguen:

●     No hay relación entre vacunación y autismo.

●     No hay relación entre vacunación y trastorno del espectro autista.

●     No hay relación entre autismo o trastorno del espectro autista y la vacuna triple vírica [sarampión, paperas y rubeola].

●     No hay relación entre autismo o trastorno del espectro autista y timerosal [un conservante de vacunas derivado del mercurio].

●     No hay relación entre autismo o trastorno del espectro autista y el mercurio [agente al que los antivacunas acusan de provocar autismo].

●     Los resultados de este metaanálisis sugieren que las vacunas no están asociadas con el desarrollo de autismo o trastorno del espectro autista.

Y por si quedaban dudas:

Son conclusiones que las organizaciones médicas de todo el mundo ya conocían pero Eslick y su equipo vienen a desmontar definitivamente, con un torrente masivo de datos, el bulo sobre el que han cabalgado los nocivos movimientos antivacunas desde que en 1998 el doctor Andrew Wakefield publicara un estudio “deshonesto e irresponsable” que relaciona vacunas y autismo con el único objetivo de hacerse rico.

Su trabajo fue retractado y desmontado, pero las consecuencias de ese falso nexo entre las vacunas y el trastorno perviven todavía. A partir de 1998, el número de vacunaciones en los países desarrollados se desplomó notablemente y todavía hoy no se han recuperado las tasas de inmunización previas al fraude de Wakefield, ya que los movimientos antivacunación lograron asentar ese miedo infundado en el imaginario colectivo.

¿En qué sentido les hacemos un favor a los usuarios de nuestros centros adquiriendo y manteniendo materiales que se declaran abiertamente en contra de esta evidencia científica?

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El último argumento que voy a tratar es aquel que dice que dudar sobre la conveniencia de contar con MAC en los fondos es síntoma de elitismo. Esta idea se apoya en la defensa intuitiva del principio de autonomía de los usuarios (y de cualquier persona). Recalcaré que por supuesto que estoy a favor del principio de autonomía, pero como he escrito más arriba el principio de autonomía también puede ser problemático, así que no voy a repetir lo ya dicho. Aun así no puedo dejar de hacer un breve comentario sobre este supuesto elitismo.

En esencia, me parece incomprensible que se asocie el querer que los usuarios cuenten con información contrastada, de calidad y veraz con un elitismo en sentido peyorativo. Es casi como si se defendiese que querer facilitar el acceso a materiales de esa naturaleza es algo negativo. Lo cierto es que lo negativo es justo lo contrario: suponer que se pueden crear sociedades más democráticas, justas e informadas difundiendo materiales de pobre calidad, o cuya fiabilidad y veracidad haya sido negada por instancias acreditadas. En estos casos siempre gusto de citar a Noam Chomsky (tal y como se menciona en la obra de Sokal Más allá…), un autor que no es sospechoso precisamente de ser elitista:

Los intelectuales de izquierda tomaban parte activa en la viva cultura de la clase obrera. Algunos trataban de compensar el carácter de clase de las instituciones culturales mediante programas de formación para obreros, o escribiendo libros de amplia difusión sobre matemáticas, ciencia y otros temas destinados al público en general. Llama la atención que sus homólogos de la izquierda actual traten con frecuencia de privar a los trabajadores de esas herramientas de emancipación, diciéndonos que el “proyecto de la Ilustración” está muerto, que debemos abandonar las “ilusiones” depositadas en la ciencia y la racionalidad: mensaje que alegrará los corazones de los poderosos, encantados de monopolizar esos instrumentos para su propio uso.

Si eres de los que prefieren imágenes con mensaje, siempre podemos acudir al socorrido Carl Sagan en esta ilustración de Pictoline:

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Ha sido un largo viaje, pero el tema sin duda merece ser tratado en cierta extensión. Llegados casi al final del trayecto, se impone hacer las reflexiones finales.

Volveré a repetir que no niego la necesidad o conveniencia de adquirir obras que puedan llegar a estar en conflicto con el canon científico establecido. Bien podríamos adquirirlas para satisfacer a cuantos más usuarios mejor, por aumentar el número de préstamos, porque estemos realmente convencidos de que ello forma parte de nuestra misión, o por pura corrección política. Seguro que la mayor parte de nosotros hemos utilizado alguna de esas justificaciones en su momento.

Pero he pretendido mostrar que los argumentos que con más frecuencia se utilizan para defender la adquisición y mantenimiento de MAC (como las acusaciones simplistas de una supuesta falta de ética bibliotecaria, de practicar la censura o de un elitismo cultural) son como poco discutibles. Por tanto haríamos bien en, como mínimo, tomarnos seriamente la labor de selección de determinados materiales.

Justamente esos compromisos me llevan a cerrar el escrito sosteniendo que comprar y mantener obras que entran en conflicto con el consenso científico, en particular aquellas cuyo consumo es susceptible de tener mayores repercusiones personales o sociales, tiene implicaciones morales que afectan a los bibliotecarios. Implicaciones que no desaparecen escudándonos en los supuestos deseos de los usuarios o en una interpretación parcial de las normativas. A mi juicio, las implicaciones morales se resumen en las siguientes:

  • En primer lugar, la más obvia: el gasto del presupuesto para la compra de materiales, un presupuesto que se obtiene de la financiación pública de las bibliotecas
  • En segundo lugar, la necesidad de alcanzar un equilibrio entre las diversas misiones de las bibliotecas públicas, establecidas en directrices y manifiestos internacionales: no sólo dar a la comunidad lo que (supuestamente) quiera leer, sino además velar por la difusión de la información veraz, la educación y el conocimiento
  • En tercer lugar, la aplicación razonada y razonable de las pautas de selección de materiales, elaboradas por las instituciones y por los sistemas bibliotecarios en los que desarrollamos nuestro trabajo
  • En cuarto lugar, la satisfacción de los programas culturales más amplios en los que se enmarca la actividad de las bibliotecas públicas (programas como los mencionados de la IFLA y la UE)
  • En quinto lugar, la responsabilidad (aunque parcial y limitada) que conlleva poner a disposición del público información que tenga un impacto directo en sus vidas y en sus posibilidades de desarrollo educativo y cultural

Imagen via PBS

Evelio Martínez Cañadas

Bibliotecario en Biblioteques de Barcelona. Me interesan (sin ningún orden en particular): bibliotecas públicas, content curation, ciencia y racionalidad, psicología de la información, lectura, sociedad de la información,... y unas cuantas cosas más.

5 respuestas a «Las implicaciones morales de la «neutralidad» bibliotecaria»

  1. A lo mejor la cuestión no está en comprar o no comprar, sino en dónde colocar determinados fondos en una biblioteca. Al margen de otras cuestiones como los recortes presupuestarios que deben hacernos reflexionar mucho más sobre las necesidades y preferencias que tengan nuestros usuarios y nuestra biblioteca, es difícil no contar con determinados fondos que parecen ser muy solicitados en bibliotecas, por eso la opción que yo he tomado en algunas ocasiones es tener en cuenta las secciones dónde situarlos.
    Y en todo caso, a los médicos de la sanidad pública se les aceptan ciertas decisiones que afectan a nuestras vidas y a la economía pública en base a la objeción de conciencia; no sé porque los bibliotecarios no podríamos apelar a esta misma conciencia cuando lo necesitáramos.
    Por lo demás, un muy interesante artículo.
    Un saludo

    1. Tienes razón Patricia en cuanto a que los recortes nos deben hacer reflexionar sobre necesidades y preferencias. Por eso comentaba en el artículo que podemos tener buenas razones pragmáticas para comprar algunos materiales, como ésta que comentas. De todas maneras, he tratado de defender que no comprar materiales conflictivos podría ser igual de lícito que hacerlo aun a pesar de las supuestas necesidades: es cierto que satisfacerlas es importante, aunque sólo sea de cara a las estadísticas, pero también es cierto que la biblioteca tiene otras misiones y que podemos intentar «vender» otros materiales de manera más atractiva (sin ánimo de decirle a nadie qué tiene que leer, faltaba más).

      En cuanto a lo de la «objeción de conciencia», creo que la situación es un poco la misma que comentaba arriba. Es cierto que se podría ejercer ese tipo de «objeción», aunque está claro que la existencia de pautas y criterios no obliga a nadie a seguirlas a rajatabla, por lo que hablar de «objeción de conciencia» me suena más grave de lo que es en realidad. Pero, al mismo tiempo, también es cierto que no comprar determinados materiales no tiene por qué tener nada que ver con acusaciones de practicar censura, y ese hecho era lo que más me interesaba recalcar (y no negarle a nadie el derecho de actuar en conciencia, a pesar de que sería interesante examinar las razones de cada posible caso de «objeción»).

      Muchas gracias por tu comentario. Un saludo.

  2. Hola, Evelio. Más que interesante y crítico tu artículo.

    Por mi parte, pienso que en Ciencias de la Información no existe algo llamado «objetividad» o «neutralidad»; puesto que todas las decisiones siempre estarán influenciadas por tu «moral» o marco referencial del mundo, y no podemos ser juzgados por ello.

    En cuanto a lo que planteas de ser acusados de censura por no adquirir un libro para el fondo de una biblioteca estoy de acuerdo contigo. Pero por supuesto que este tema se presta a confusiones. Hay una delgada línea entre actuar con fines filantrópicos o actuar para censurar deliberadamente.

    Te invito a que leas un post de mi blog que trata justamente de dos casos de censura, donde los escritores fueron llevados a juicio por atentar «contra el cuerpo sagrado de la literatura». Espero tu feedback.

    http://perdidosenelarchivo.com/index.php/2016/10/08/culpables-por-jugar-con-las-palabras/

    1. Hola Cleyra:

      Si entendemos esos términos en un sentido absoluto, sin matices, entonces tienes razón en que no existe la «objetividad» total o la «neutralidad» total. En lo que no estoy tan de acuerdo es en que no podamos ser juzgados por ello. Mejor expresado: no podemos ser juzgados porque tengamos tal o cual marco referencial, puesto que quizá ese marco viene derivado de nuestra educación o de el entorno en el que hemos crecido, algo que no siempre podemos elegir ni controlar. Pero los contenidos de ese marco referencial, en mi opinión, pueden ser criticables y examinables.

      De hecho, algunos contenidos (digo algunos, no necesariamente todos) de esos marcos han de ser criticados y examinados. Lo contrario nos conduce a una especie de relativismo total que, justamente, es lo que hace que la línea entre la selección y la censura pueda ser tan fina. Tu escrito me viene muy bien para ilustrar lo que digo. Los casos que allí refieres son tremendos (especialmente el de Ahmed Nayi), pero si nuestras opiniones o concepciones no pueden ser criticadas ni juzgadas, ¿en base a qué podríamos decir que se está cometiendo un atropello contra esos escritores llevados a juicio?; ¿no acabaría siendo todo una cuestión de gusto, sin más?

      Lo que están sufriendo esas personas es censura: sus obras están siendo condenadas por personas que creen tener la verdad moral, una verdad inmune a la crítica y al razonamiento. Es por eso que creo que la línea entre selección y censura sólo es delgada si renunciamos totalmente a dar razones de nuestros actos, y a la voluntad de examinarlos. En el post he intentado defender justo eso: la necesidad de reflexionar con más atención sobre los motivos por los que compramos o dejamos de comprar materiales, para que podamos defender de una manera razonada nuestras decisiones. Si nos obligamos a esa reflexión, bien podemos seleccionar sin censurar.

      Muchas gracias por tu comentario, y enhorabuena por tu estupendo artículo.

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