Hace unos días publicaba en otro sitio una breve reflexión sobre el papel que se espera que los bibliotecarios tengan en la lucha contra las noticias falsas (fake news). Era una reflexión lanzada al vuelo, pero me parece lo suficientemente interesante como para trasladarla a este foro. Así que el texto que sigue es una adaptación extendida en algunos puntos del artículo original.
Las noticias falsas se han convertido en uno de los conceptos más comentados del panorama informativo reciente. A las noticias falsas se las culpa de cosas tan diversas como el retorno de los extremismos políticos y sociales, la desestabilización de la democracia, la elección de determinados presidentes,…
Se han propuesto iniciativas de todos los colores para luchar contra las noticias falsas: desde un mayor control y regulación de las plataformas sociales que se consideran las culpables de su difusión (en particular Facebook), pasando por métodos de marcaje de las noticias o equipos de verificadores.
A los bibliotecarios también se les ha asignado un papel en la lucha, cómo no. La iniciativa más popular ha sido la de la IFLA y su sencilla infografía:
una simple aunque efectiva herramienta que ofrece una alternativa, basada en la convicción de que la educación es la mejor forma de que los usuarios adquieran confianza y de que los gobiernos no disculpen una censura innecesaria.
También han proliferado los artículos que defienden que los bibliotecarios deben implicarse en la lucha contra las noticias falsas, especialmente en el ámbito anglosajón.
A mí me gustaría lanzar una reflexión sobre si los bibliotecarios están legitimados para combatir las noticias falsas. Nótese que hablo de legitimación. No dudo, por tanto, que los bibliotecarios deban hacerlo (esa podría ser una cuestión a debatir) o tengan la capacidad para ello (una cuestión que se debería resolver atendiendo a la práctica real, y no a priori).
Mi argumento es más bien que existe una contradicción lógica entre lo que se supone que deben hacer los bibliotecarios y lo que se espera de los bibliotecarios respecto a las fake news.
Para captar la naturaleza de esa contradicción, consideremos los principios del código ético del bibliotecario. En una entrada de su blog Julián Marquina realiza una excelente síntesis de algunos de los principios más repetidos en los códigos éticos que recoge la IFLA en su página web. Tomaré de la entrada de Julián dos principios de la actuación ética del bibliotecario:
– Fomenta y respeta la neutralidad de la información, la libertad intelectual y la libre circulación de información e ideas.
– Promueve el desarrollo entre los usuarios de competencias críticas autónomas relacionadas con la búsqueda, comprensión, selección y evaluación de fuentes documentales y de información.
Consideremos cómo encaja el primer principio con la lucha contra las noticias falsas.
La neutralidad respecto a los contenidos suele defenderse como una actuación a tener en cuenta con respecto a la selección de fuentes: no debemos “censurar”, puesto que la biblioteca debe albergar todo tipo de informaciones. Y ello implica que en las bibliotecas también puede, y de hecho debe, haber materiales que tengan contenidos falsos, inexactos o erróneos. Todo depende en última instancia de satisfacer las necesidades de los usuarios.
No obstante la lucha contra las noticias falsas se basa en lo contrario: la no-neutralidad respecto a los contenidos. Y es que sólo se pueden combatir las noticias falsas si consideramos que algunos contenidos son más ciertos que otros, que esa certidumbre es demostrable y que debe ser demostrada.
Y eso es una interesante contradicción. ¿No dicen los códigos éticos que debemos ser neutrales en cuanto a los contenidos? ¿Qué más da entonces que las noticias falsas sean falsas?
La contradicción encierra una especial gravosidad si tenemos en cuenta que la lucha contra las noticias falsas tiene lugar en el ámbito digital. Así pues, ¿es coherente suponer que debemos ser neutrales respecto a la información que los usuarios consuman en nuestros centros, pero no respecto a la calidad de la información que los usuarios consuman “fuera” de ellos? Es decir: ¿debemos ser neutrales frente al consumo informativo del público de nuestra biblioteca, quizá centenares de personas, pero no frente al consumo informativo del público en internet, que puede contarse por miles, decenas de miles e incluso millones de personas?
Sin duda que la estrategia por la que se apuesta con más firmeza no es por elaborar juicios directamente sobre los contenidos, sino en “alfabetizar” a los usuarios. Es decir, incidir en las competencias informacionales para que desarrollen un criterio en el consumo informativo. Es el segundo principio que mencionaba más arriba, y es el espíritu que anima a la infografía de la IFLA, un medio indirecto con el que combatir las fake news. Y es que inmiscuirse directamente en lo que el público ha de leer, si quiera sea eligiendo unos materiales y rechazando otros, se considera paternalista.
Pero, ¿por qué pensar que el público no tiene ya un criterio? Es muy citado el estudio que daba a entender que los jóvenes no tienen las competencias necesarias para examinar la información que hallan por Internet. Pero a su manera esos jóvenes tenían un criterio propio, que podríamos formalizar como algo así: créete lo primero que encuentres en internet. No es un criterio que yo recomendaría a nadie, pero oye, es su criterio.
¿No sería también paternalista insistir en que los bibliotecarios saben qué es un buen criterio, pero los usuarios no? En casos así gusto de citar al periodista Esteban Hernández:
La idea de fondo es la siguiente: hay unos hombres muy malos difundiendo información falsa, y como la gente es mentalmente limitada y se cree todo lo que le dicen en internet en lugar de leer los diarios en papel, pasa lo que pasa: que la democracia se deteriora y ganan los populistas y los rusos. Pero nada de esto ocurriría si los paletos siguieran leyendo la información que nosotros les proporcionamos. En fin, suena raro.
Suena raro, sí. Cambiemos la frase ” leyendo la información que nosotros les proporcionamos” por “el criterio que nosotros le proponemos” y sonaría igual de raro.
Insistir en la necesidad de que el público desarrolle un criterio informativo tiene que ver con el hecho de que no todos los criterios son iguales, puesto que unos nos llevarían a consumir información falsa y otros a consumir información veraz. Pero esto nos deja justamente en el punto de partida: ¿no habíamos quedado en que debíamos ser neutrales respecto a la información? ¿Por qué entonces preocuparse siquiera por si las noticias falsas son en efecto falsas, y por si el público las consume libremente?
Como explica el bibliotecario Lane Wilkinson en su excelente blog Sense and Reference, la alfabetización informacional nunca se ha preocupado del concepto de “verdad”. Y eso es extraño, porque como he comentado el concepto mismo de alfabetización y de desarrollo de un criterio informacional implica que hay contenidos más veraces que otros. Dice Wilkinson:
[Hasta la fecha] las discusiones sobre la alfabetización informacional han tendido en el mejor de los casos a ser ambivalentes respecto a la verdad. Las pocas veces que la verdad es invocada directamente, es típicamente en contextos teóricos que nos urgen a rechazar la misma idea de “verdad” como hombre del saco o una reliquia de la Ilustración. Y a pesar de ello, hacemos referencias implícitas a la verdad cuando urgimos a los estudiantes a prestar atención a marcadores externos de credibilidad, como los títulos de la publicación, las credenciales del autor, la revisión por pares, el modelo de financiación, o lo que sea.
Wilkinson hace una referencia adicional sobre la que vale la pena reflexionar al menos:
Mi argumento en general es este: si el mundo de la posverdad y de las noticias falsas ha de ser una preocupación para los bibliotecarios, entonces tenemos que enmarcar la alfabetización informacional de manera que se ponga la verdad en primer plano: la alfabetización informacional no puede atender el problema de la posverdad mientras no se ocupe de la verdad misma.
A pesar de que el párrafo anterior pueda sonar demasiado contundente para algunos, Wilkinson se apresura a matizarlo de una manera sensata:
No estoy diciendo que haya que formularlo todo en términos de verdad o mentira; no estoy defendiendo ningún quasi-positivismo. No, tenemos que ser sensatos. A veces necesitamos cuestionar la verdad o falsedad de lo que leemos. A veces necesitamos reconocer que la retórica de la “verdad” enmascara algo desagradable. A veces tenemos que desafiar las falsedades. A veces necesitamos rechazar las verdades prematuramente naturalizadas. Pero en todos los casos, si como bibliotecarios vamos a enfrentarnos al mundo de la posverdad, necesitamos defender la idea de verdad. […] Algunas cosas son verdad, otras son falsas. Podemos conocer como ciertas algunas cosas con un alto grado de probalidad, mientras que otras no tanto. Pero siempre tenemos que mantener la idea de verdad en mente. […] Creo que como bibliotecarios tenemos una especie de acuerdo tácito de que la verdad es una parte de la alfabetización informacional, pero hasta el momento eso no se ha reflejado en nuestros discursos […]
Se puede estar de acuerdo o no con Wilkinson, pero la contradicción sigue estando ahí: queremos ser neutrales en cuanto a los contenidos, pero luchar contra las noticias falsas implica no-neutralidad; no queremos ser paternalistas, pero insistir en alfabetizar al público implica cierto paternalismo.
Desde un punto de vista lógico, la única postura verdaderamente coherente con una estricta neutralidad respecto a la información y al no paternalismo en cuanto al consumo es dejar que cada cual consuma la información que guste con todas las consecuencias que de ello se derive.