Leer «los Clásicos»: una pobre guía para la educación moderna

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El pasado 18 de abril el diario El Español publicaba un artículo de esos que es gasolina para la polémica: Cervantes ya no es una opción: el PP aniquila la literatura del bachillerato, firmado por Carlos Mayoral. Según Mayoral el actual gobierno del Partido Popular (PP) eliminará la asignatura de Literatura Universal, haciendo que deje de ser optativa en Bachillerato y por tanto en la Selectividad.

En esta entrada me gustaría hacer una breve reflexión al respecto. Vaya por delante que estoy en contra de la mengua de las Humanidades en la educación, y que mi intención no es valorar (ni defender) una decisión política que vaya en ese sentido. Lo que me interesa más bien es el tono de las iras, suspicacias y quejas que despertó el artículo, y sobre aquello que las mismas  reflejan de nuestra manera de entender la cultura.

Como éste es un blog dedicado a temas de Biblioteconomía y Documentación, prometo hacer la conexión pertinente entre lo que argumente y el ámbito de las bibliotecas. Pero eso será al final, así que te pido un poco de paciencia. De momento, empecemos por la polémica.

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Si te entretienes buscando en Internet sobre el artículo de Mayoral, es probable que encuentres alguna duda sobre la veracidad de la afirmación de que el gobierno “aniquilará” la literatura en bachillerato. Pero la sola mención de esa posibilidad ya basta para despertar todo tipo de reflexiones funestas. Por ejemplo, dice Mayoral en su artículo:

Eliminar Literatura Universal del curso más decisivo de un bachiller lleva consigo un mensaje implícito: produce, sé rentable desde un punto de vista mercantilista lo más rápido posible. Hay, además en este modelo, una constante necesidad de formar parte de un engranaje concreto, como si salirse de la cadena de producción supusiera fracasar en tu desarrollo educativo.

Y continúa el autor:

Olvidan que del instituto ha de salir un individuo, no un objeto estrictamente profesional cuyo único mérito consiste en agrandar la cadena de objetos estrictamente profesionales, y que para ello hay que explotar su capacidad de análisis, su capacidad imaginativa, su capacidad comunicativa, su capacidad reflexiva… Habilidades todas ellas que no ofrecen una rentabilidad tangible a corto plazo, sino que forman parte de un contínuum dentro del desarrollo (vuelvo al término) individual del alumno.

Cuando se suelen percibir ataques a la literatura y las Humanidades también es frecuente escuchar voces que advierten (como hace Mayoral) de que los ataques tienen justamente por objetivo el reducir las capacidades críticas de la persona, en convertirnos en algo así como en súbditos sumisos.

Estoy totalmente de acuerdo en que la educación debería servir para mucho más que para crear profesionales. En lo que no estoy de acuerdo con el autor (y con buena parte de los comentarios en redes vertidos sobre el tema) es en identificar el desarrollo de capacidades como el análisis, la reflexión y el espíritu crítico con el estudio de la literatura y la lectura de los “clásicos”.

Es más, creo que a estas alturas de la historia si lo se quiere es fomentar esas habilidades la literatura universal, y las llamadas Humanidades en general, es un mal lugar para hacerlo. Mucho mejor para cumplir esos objetivos, en mi modesta opinión, sería apostar por las Ciencias.

Nótese que hablo de “Ciencias” y que lo voy a hacer en un sentido un poco laxo: no me refiero sólo a materias como las matemáticas o la física, sino a todas aquellas cuyo objetivo es en principio averiguar la verdad de los asuntos que tratan por medio de la evidencia y del estudio de la realidad. Quizá un término genérico equivalente podría ser el de “no-ficción”, por lo que en esta entrada voy a utilizar ambos de manera intercambiable. Está claro que tanto “Ciencias” como “no-ficción” son un poco vagos, pero para el nivel de generalidad en que estamos hablando creo que son más que suficientes.

En ningún caso pretendo decir que la literatura no pueda brindar beneficios profundos. Pero el recurso a la evidencia y al estudio de la realidad ha proporcionado a las Ciencias algo de lo que la literatura y las Humanidades carecen: un salto astronómico en nuestra comprensión de cómo es el ser humano y de cómo es el mundo. Además, es justo el recurso a la evidencia lo que permite (en el mejor de los casos) el fomento del análisis y la reflexión, así como de otras habilidades relacionadas. Por todo ello, lo interesante de las Ciencias no es necesariamente un puñado de fórmulas matemáticas o de teorías elegantes, sino lo que esas fórmulas y teorías implican y son capaces de decirnos sobre la realidad. Y eso puede convertir a las Ciencias en una mejor guía para la educación contemporánea que la literatura. Sólo por poner unos pocos ejemplos:

El próximo 2018 se cumplen 200 años de la publicación de Frankenstein, o el moderno Prometeo, de Mary Shelley. La obra es un clásico que ha dado para todo tipo de reflexiones, entre ellas la ética de la creación de vida. Pero, si de lo que se trata es de afinar el pensamiento en torno a esos aspectos, ¿por qué preferir la lectura de Frankenstein a, digamos, Contra natura: sobre la idea de crear seres humanos, del físico y divulgador Philip Ball?

Otro caso. Podemos despertar la reflexión y la comprensión sobre el drama que supone la guerra, y sobre lo que ésta hace a las personas, leyendo Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque. Pero ¿por qué no introducirse en esas cuestiones de la mano de una obra de no-ficción como La Gran Guerra y la memoria moderna, del historiador Paul Fussell, una recopilación de testimonios en primera persona (de escritores y soldados anónimos) sobre la experiencia de la guerra?

Un último ejemplo. Las novelas de Fiódor Dostoyevski son consideradas un rico vivero de reflexiones en torno a cuestiones como la culpa, la responsabilidad moral y la libertad de elección. Pero para aprender sobre esas cuestiones, ¿por qué elegir una de sus obras y no El Enigma de la libertad: una perspectiva biológica y evolutiva de la libertad humana del biólogo David Bueno i Torrens?

Sé lo que estás pensando. Los libros alternativos que he propuesto podrían ser un tanto arduos para alguien que está cursando el bachillerato, y seguramente estás en lo cierto. No soy educador ni pedagogo, así que me disculpo por mostrar un sesgo tan aparente. Pero al menos creo que mis ejemplos muestran que hay alternativas a los materiales de ficción, a los llamados clásicos de la literatura, si lo que se pretende es una educación y una formación crítica de altos vuelos.

También podrías aducir que la ventaja de la literatura sobre la no-ficción es que permite introducirse en cuestiones complejas por la vía de la identificación con los personajes, fomentando la empatía. Es algo que se suele argumentar para defender la literatura: que leer las grandes novelas no sólo nos deleita, sino que nos hace más humanos. A mí me parece más que dudoso presuponer que el grado de humanidad de alguien vaya en función de si ha leído o no a Shakespeare, Cervantes o Kafka, o que leer a nombres como los anteriores nos eleva a una especie de estatus humanitario superior.

Por último, también podrías decir que la literatura ilumina de formas sutiles y complejas cuestiones fundamentales para el ser humano, formas imposibles de alcanzar por la Ciencia. También me parece un argumento dudoso. Es un prejuicio suponer que los científicos sean una especie de robots sin alma, que sean incapaces de encontrar la belleza de los matices de la existencia en sus obras, o que para hacer ciencia no se necesite ni imaginación ni creatividad. Como dice el filósofo Mario Bunge en su obra La ciencia: su método y su filosofía:

Consúltese cualquier revista científica y se advertirá cuán ardorosa —aunque controlada—es la imaginación requerida para inventar una teoría, o para hacer un cálculo aproximado, o para diseñar un instrumento. Sólo cree que la ciencia es pobre en concepto y en imágenes, y que la investigación científica carece de poesía, quien tiene pobres informaciones acerca de la vida de la ciencia.

Pero, además, el argumento de la sutileza y complejidad de la ficción para desentrañar las cuestiones humanas creo que apunta a una dirección interesante. Si eso es realmente lo que hace la literatura, en todo caso tendríamos una manera complementaria de fomentar la reflexión y la imaginación. Pero, si es complementaria, ¿por qué entonces dar a la literatura un estatus privilegiado en lo que respecta a la formación y educación del individuo?

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Carlos Mayoral también menciona los ataques que viene sufriendo la filosofía, y la pobreza para la educación que comportaría el que desapareciese de los planes de estudio. De nuevo estoy muy de acuerdo con ello. Siempre me he considerado un lector razonablemente bueno de filosofía, un ámbito plagado de pensadores geniales que han tenido grandes intuiciones: David Hume y Friedrich Nietzsche sobre la naturaleza de la moral, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Marcel Camus sobre la naturaleza humana y el sentido de la vida,…

Pero, como en el caso de la literatura, si de lo que se trata es de indagar y de reflexionar sobre cuestiones de gran calado, y de despertar el pensamiento, la filosofía se queda corta con respecto a las Ciencias. Hablo de “la filosofía” tal y como estamos acostumbrados a considerarla hoy día. Porque, hasta el siglo XVIII, no había diferencia real entre filosofía y ciencia: la filosofía era ciencia, una equivalencia que se remonta al menos hasta Platón. La filosofía fue considerada durante la mayor parte de su historia como el método que permitiría hallar la verdad de los asuntos por encima de la apariencia de las cosas. En su obra ¿Qué es filosofía?, el filósofo Pedro Fernández Liria cita unas palabras del también filósofo Jesús Mosterín muy reveladoras:

En griego clásico las palabras “ciencia” (episteme) y “filosofía” (philosophia) se empleaban como sinónimos. Ambas se referían al saber riguroso, y se contraponían a la mera opinión (dóxa). (p. 386)

Una relación, continúa Mosterín, que es bien clara teniendo en cuenta hechos como el nombre de la primera revista científica (Philosophical Transactions of Royal Society), de algunas obras clave del pensamiento científico (como Philosophiae Naturalis Principia Mathematica de Newton) o la denominación por la que se conocía a los científicos en época moderna (“filósofos naturales”).

Teniendo en cuenta todo ello, ¿por qué preferir la lectura de Hume y los desvaríos de Nietzsche sobre la moral al libro El Cerebro moral: lo que la neurociencia nos cuenta sobre la moralidad de la neurofilósofa Patricia S. Churchland?; ¿por qué preferir los embrollos de Sartre y Beauvoir sobre la naturaleza humana a La tabla rasa: la moderna negación de la naturaleza humana del psicólogo evolucionista Steven Pinker?; ¿o por qué preferir las reflexiones de Camus sobre el sentido de la vida a Tropezar con la felicidad, del psicólogo Daniel Gilbert? [a pesar del título, no es un libro de autoayuda]

De nuevo, puedes decir que mis ejemplos no serían obras adecuadas al nivel de los estudiantes de bachillerato. Mi respuesta sería la misma que antes: tienes razón, pero es sólo una muestra de que existen vías alternativas para introducirse en esas cuestiones. Vías que, por cierto, intentan tener en cuenta la evidencia y de los hechos, cómo es en realidad el mundo. Y ello me parece más interesante para la formación que considerar que pontificar desde la poltrona o desde un bohemio bar de Montmartre es una manera adecuada de hallar respuestas a la naturaleza de la realidad y del ser humano.

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Llegados aquí, lo prometido es deuda: ¿qué tiene todo esto que ver con las bibliotecas? Pues mucho, la verdad.

En realidad, polémicas como la que he estado describiendo no son sino una reedición de la parece que eterna confrontación entre las ciencias y las humanidades. Esa división de la que habló C.P. Snow en su conferencia de 1959, al hablar de las “dos culturas” y de la necesidad de hallar una “tercera cultura” que pudiese sellar la brecha entre ellas.

En tiempos recientes un buen número de pensadores, divulgadores y editores han trabajado para crear esa tercera cultura, para aprovechar lo mejor de ambos mundos y para mostrar sus trabajos de síntesis al público en general. Pero, como argumenté en la entrada para este blog ¿Qué pasa con la ciencia en las bibliotecas públicas? parece que la mayoría de bibliotecarios se muestran refractarios, cuando no indiferentes, a esta tendencia.

Y como también escribí en aquella entrada, es una lástima que esto suceda. No sólo porque ese desinterés afecta a cuestiones del día a día, como la (falta de) difusión que se hace de la colección de no-ficción, sino porque se supone que las bibliotecas también tienen la función de divulgar el saber y el conocimiento. Y en nuestros días esa función no puede llevarse a cabo sin atender a lo que las ciencias y la tercera cultura nos dicen.

Por supuesto que nada de esto implica que el bibliotecario deba decir a nadie qué es lo que tiene que leer. A mí me parece muy bien que cada cual lea lo que le plazca, ya sea un clásico de la literatura, una novela moderna, un cómic o un sesudo libro de física. Me parece muy bien, digo, pero también me parecería muy bien que se prestara una mayor atención a la colección de no-ficción, porque como decía más arriba divulgar el saber y el conocimiento también es una función de las bibliotecas públicas. Y si no es para ello, al menos que sea para ponérselo fácil a los usuarios que gustan de leer no-ficción, que también tienen derecho a hacerlo. Y si no es para ninguna de esas dos cosas, al menos que sea para intentar amortizar la inversión hecha en la colección.

Dado que esta entrada se publica casi en vísperas del Día Internacional del Libro, una fecha muy señalada para los bibliotecarios (entre otros), no me puedo resistir a terminar la entrada con una idea: no estaría mal recordar que el “Día Internacional del Libro” no es el “Día Internacional de la Novela” o el “Día Internacional de la Novela de Moda”, a pesar de que todos los años parezca lo contrario. Porque los libros de no-ficción esconden tantas o más maravillas que aquellas que nos reserva una buena novela.

 

Evelio Martínez Cañadas

Bibliotecario en Biblioteques de Barcelona. Me interesan (sin ningún orden en particular): bibliotecas públicas, content curation, ciencia y racionalidad, psicología de la información, lectura, sociedad de la información,... y unas cuantas cosas más.

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