Ya no se les llama usuarios a esas señoras, señores, niñas y niños que se acercan a nuestros mostradores para llevarse una peli o preguntarnos dónde están las novelas policíacas. Ahora se les dice clientes. Y parece que no es una moda.
Desde hace tiempo no hay conferencia, curso, jornada bibliotecaria, libro o artículo sesudo sobre gestión de bibliotecas en el que no se inserte el término “cliente” para rebautizar al usuario de toda la vida.
Nos dicen que hay que tratarlos como verdaderos clientes, es decir, como auténticos bienes cuantificables de la biblioteca, y no como planos usuarios que vienen, usan y se van. Los oradores nos arengan, arropados por el manto de la calidad total, que debemos asumir este nuevo término y hacerlo nuestro en el día a día. Que a estos llamados clientes, a diferencia de los antiguos usuarios, hay que buscarlos, mimarlos, analizarlos, radiografiarlos para desentrañar cuáles son sus necesidades ocultas. Que hay que hacerles sentirse importantes. Que estos clientes son el corazón de la biblioteca. Que sin ellos no existiría… ¡Cómo pudimos vivir en las bibliotecas sin ser conscientes de la importancia de los clientes!
Y ya está liada.
Se desatan encarnizadas discusiones sobre si lo de llamarles “clientes” es una moda, si es que todo eso no lo hacíamos ya cuando eran sólo usuarios, si es que vamos a privatizar las bibliotecas públicas, si es que el marketing lo devora todo…
¿Debemos tratar a los visitantes de la biblioteca pública como clientes de un cine? ¿Debemos aceptar sin vacilación que “el cliente siempre tiene la razón”? ¿Debemos decirles “cliente” a la cara? ¿Y por qué cliente y no otros términos igual de defendibles?
Antes se les llamaba “lectores”, porque ¿a qué se iba a la biblioteca sino a leer libros, periódicos y cuentos? Pero luego resultó que a la biblioteca se iba a más cosas que a leer, ¡o es que a los que vienen a llevarse pelis en DVD los vamos a sacar de las estadísticas?
Entonces cambiamos el punto de vista desde el documento hacia el servicio. La biblioteca ha cambiado. Ahora vienen a leer, ver películas, pedir ayuda para hacer un trabajo de clase, conectarse a Internet, charlar y conocer gente… Por lo tanto ya no son lectores, sino “usuarios” de los servicios bibliotecarios. Pero esto queda un poco vago ¿no?
Para hacerse notar, una corriente elitista va y los llama “socios” o “miembros”. ¿No tienen un carné? ¿No contribuyen con sus opiniones y desideratas a que esto funcione mejor? ¿No desarrollan un especial sentido de pertenencia hacia la biblioteca? Pues eso, son socios de la biblioteca.
Paradójicamente, otra corriente más socializadora, propone llamarlos sencillamente “ciudadanos”. Con el carné de ciudadano que se obtiene en muchos municipios se puede utilizar la biblioteca sin otro requisito. ¿Por qué diferenciar al usuario de la biblioteca, del usuario de la piscina o del transporte municipal? ¿No es la biblioteca pública un servicio más del municipio, de la comunidad autónoma o del estado?
Y en éstas llega el bendito marketing a dar su toque de gracia: para crecer en el mercado es preciso conocer y adaptarse a las necesidades de los Clientes. Eso: Clientes, con C mayúscula. Son los reyes de la biblioteca. Todo gira en torno a ellos. Debemos saber cuáles son potenciales y cuáles reales. Cuántos son activos y cuántos pasivos. Debemos segmentarlos por edades, nivel educativo, frecuencia o tipo de uso. Incluso debemos considerar al personal de la biblioteca o a la institución de la cual depende, como otro cliente más… Y luego hay que desmenuzar todos estos datos para desarrollar acciones de marketing dirigidas a cada tipo de cliente con el fin de incrementar nuestra cuota de mercado… ¡Ah, el mercado! Siempre el mercado.
Sin duda el marketing está proporcionando interesantes ideas al mundo de las bibliotecas. Cliente puede ser una palabra mágica para invocar un cambio en la forma de gestionar los servicios bibliotecarios, para incorporar un mayor nivel de autoexigencia, de evaluación y control, de dinamismo, un mejor análisis sobre quién compite por nuestros usuarios y cómo garantizar el futuro de nuestros servicios. Tal vez “cliente” es el MacGuffin que necesitaba la profesión, sobre todo en las bibliotecas públicas, para hacerse más eficaz.
Pero debemos ser prudentes y no dejarnos arrastrar por grandilocuencias verbales. El marketing comercial debe ser adaptado al sector de los servicios públicos con cautela. Puede ser una buena herramienta de gestión interna, pero en mi relación diaria con los usuarios, el término “cliente” sigue sonándome demasiado mercantilista, demasiado ajeno al trato personal necesario en una biblioteca pública. No creo que sea una buena idea decirle “cliente” al señor, señora, niño y niña que se presentan frente a mí en el mostrador… ¿Lector? ¿Socio? ¿Ciudadano, tal vez…? Por ahora sigo pensando que el mejor nombre para nuestros usuarios es Pedro, Gorka, Lola, Eusebio, Merche… vamos… el suyo propio.