Sábado en la biblioteca. Atrás quedó la barahúnda de la campaña electoral. En la sala de lectura los lectores hacen lo esperado. Algunos, entre susurros, intentan entablar una conversación.
–Mañana habrá que ir a votar, ¿no?
El compañero de mesa retira la vista de su lectura por un instante. En sus ojos se percibe extrañeza primero, luego ilusión y duda, después hastío. Vuelve sin más a su hoja escrita. Durante unos segundos su razón mezcla las letras del papel y las posibles respuestas a la pregunta.
El entendimiento ya va cansado de la gruesa batalla verbal de la campaña. Todo enmudeció ayer a medianoche, pero los ecos de la revuelta jerigonza, la ostentación programática y las estentóreas promesas aún resuenan en su cabeza limpias y afiladas, como el piar desesperado de un pájaro que, a primera hora de la mañana, hubiera quedado atrapado en el hueco de una escalera de vecinos.
–Digo que si mañana vas a ir a votar –insiste el primero con un murmullo algo más alto.
El bibliotecario les mira de hito en hito intentando mensurar los decibelios de la frase. Luego vuelve a sus quehaceres. Ese volumen no puede molestar a nadie.
–Pues no sé.
–¿Cómo que no sabes?
–Pues eso. Que estas cosas nos pillan un poco lejos, ¿no?
Sobre el silencio de la sala se percibe una melodía ahogada. Son los restos de una vieja canción de Gabinete Caligari que llegan, a la sordina, desde los auriculares de un lector multitarea sentado cerca.
–Bueno… Lo de que nos pilla muy lejos lo dirás tú –y cierra su libro para cuchichear más cómodo–. Los que nos han apretado las tuercas estos últimos años no hacían más que decir que ellos tenían que hacer lo que les imponían los de fuera. Así que tú verás si nos pilla lejos o cerca.
–Y ¿a quién iba yo a votar? Son todos iguales, los mismos de siempre. Y ya sabemos cómo las gastan.
–Pues no les votes a ellos. Einstein decía que si no funciona lo que haces pues que hagas otra cosa.
–Ya, pero los otros partidos no van a ganar nunca. No van a poder hacer nada.
Dos mesas a la derecha algunos cuellos giran levemente para escuchar mejor. Desde atrás otra lectora que escribía notas ha detenido su mano en el aire y atiende acechante al diálogo.
–Escucha –continúa el promotor de la charla–. En las elecciones no se vota para ganar sino para decir lo que tú piensas. Y tú pensarás algo ¿no?
La lectora les susurra desde atrás:
–Los partidos grandes también fueron pequeños una vez. Y desde las últimas elecciones algunos de los pequeños ya han ido creciendo.
La música de los auriculares llega ahora un poco menos sorda. El habilidoso lector los ha retirado de sus orejas, sorprendido por la atención que su compañero de mesa presta a los murmullos de allí al lado. El hombre que duda sigue en sus trece:
— ¿Y usted cree que esos partidos son serios? –dice– ¿Cree que son una alternativa a los grandes partidos europeos? Yo no lo tengo tan claro. No se ven sus ideas.
Uno de los lectores de la mesa de la derecha se acerca y se agacha para susurrar:
–Desde luego, los dos grandes están nerviosos. Fíjese cómo han sacado estos días el tema de la “gran coalición de estado”. Claro que hay otras ideas. Sólo hay que escucharlas. Prestarles atención.
En la sala se produce un instante de mutismo involuntario. El bibliotecario se da cuenta entonces de que hay varias personas charlando en voz baja alrededor de la mesa. Permanece atento. La conversación continúa entre susurros.
Alrededor de todos ellos, como fríos guerreros ninja rodeados de silencio y apenas percibidos, los volúmenes aguardan el momento de asestar su golpe definitivo.