De bibliotecas imaginarias y libros fantásticos (y II)

En una entrada anterior de este blog invitaba a los lectores a leer el siguiente, en el que me ocuparía de libros fantásticos, entendiendo por tal expresión libros ficticios, inexistentes fuera de la imaginación de quien los mencionaba. Supongo que ha llegado el momento de cumplir lo prometido, ¿no?

Libro ficticioY, claro está, cuando de libros ficticios se trata resulta inevitable aludir al libro imaginario por naturaleza, que no es otro que el Necromicón ideado por H. P. Lovecraft. Mencionado por primera vez en el relato El sabueso, su autoría correspondería a Abdul Alhazred, un personaje ya mencionado en La ciudad sin nombre, primero de los textos sobre perteneciente al ciclo de los Mitos de Cthulhu. Se trataría de un libro mágico, una recopilación de saberes arcanos cuya lectura conduce inevitablemente a la muerte, pese a lo cual la Harvard University Library continúa recibiendo regularmente consultas sobre la posibilidad de que guarde un ejemplar en sus anaqueles. Pese a ser éste el título más famoso, no fue el único libro imaginado por Lovecraft, quien también ideó los Manuscritos Pnakóticos, supuestamente creados por la Gran Raza de Yith antes de la aparición del hombre sobre la Tierra, aunque en algún lugar existiría una traducción inglesa del siglo XV elaborada a partir de la versión griega. Del mismo modo que autores como August Derleth o Clark Ashton Smith proporcionaron con sus menciones credibilidad a la existencia de Necromicón, Lovecraft incorporó a su universo fantástico creaciones de otros autores, como De Vermis Mysteriis, ideado por Robert Bloch, o Cultos sin nombre, mencionado primeramente por Robert E. Howard, del que se conservaría un ejemplar en la también ficticia Miskatonic University.

En ocasiones la metaliteratura crea todo un conjunto de libros relacionados como si de una suerte de muñecas rusas se tratara. De esta forma, algunos relatos se presentan como versiones de libros en realidad inexistentes, que es lo que ocurre con toda la mitología desarrollada por J. R. R. Tolkien, cuyo origen supuestamente se encuentra en el Libro Rojo de la Frontera del Oeste, mientras que el Libro de Mazarbul que se menciona en El Señor de los Anillos basado, por lo tanto, en el anterior— fue supuestamente escrito en oestron por Óin, Balin y Orin.

Incluir de una forma u otra libros ficticios en nuestras obras es una práctica más común de lo que se piensa. Y cuando menos te lo esperas, salta la liebre. Como en El último saludo, uno de los últimos casos de Sherlock Holmes descritos por Conan Doyle. Cuando el detective es visitado en su retiro campestre por su amigo Watson, le muestra con orgullo el Manual práctico de apicultura, con algunas observaciones sobre la segregación de la reina que ha redactado tras observar con detenimiento los enjambres. Aunque parece que no sería ese su única obra, pues otros autores han “localizado” títulos de lo más variopinto, como un estudio Sobre los motetes polifónicos de Lassus o un Compendio del arte del detectivismo. Claro que su más “ferviente” enemigo, el profesor Moriarty, tampoco se quedaría corto, pues se le atribuyen al menos un tratado sobre el binomio de Newton y otro sobre La dinámica de un asteroide.

El género de ciencia ficción es tal vez, junto con el de fantasía, uno de los más ricos en casos de libros ficticios. Ya en el siglo XVII el poeta Emile Boit Bailley aludió a Las estancias de Dzyan, un compendio de revelaciones escrito por seres procedentes de Venus, aunque quienes difundieron su leyenda fueron fundamentalmente las teósofas Helena Petrovna Blavatsky y Alice Bailey. Douglas Adams inventó la Guía del autoestopista galáctico, con millones de páginas escritas por voluntarios, que comparte título con la novela en que se menciona, mientras Isaac Asimov sacó adelante su Enciclopedia Galáctica, de la que dejó hermosas muestras en su saga Fundación. Por su parte, Frank Herbert ideó para su saga Dune una Biblia Católica Naranja —en realidad, un dispositivo de lectura para más de 1.800 páginas—cuyo contenido práctico se resume en la máxima “No construirás una máquina a semejanza de la mente del hombre”. Aunque si de normas se trata, nada como las tres leyes incluidas en un pretendido Manual de robótica, y cuyo enunciado incluyó el ya mencionado Asimov en el relato “Sentido giratorio”, que forma parte de su archiconocida obra Yo, robot. Unas leyes, por cierto, que en estos días están de suma actualidad.

En algunas ocasiones, los libros inexistentes pueden ser elementos clave para un relato. Y el ejemplo más evidente de esto nos lo proporciona Umberto Eco, quien jugó con la idea del «Segundo Libro» de la Poética de Aristóteles, perdido o quizás nunca escrito, para tejer la trama de El nombre de la rosa. En Si una noche de invierno un viajero, en cambio, Italo Calvino concatena fragmentos de hasta diez libros jamás escritos para construir una novela en la que se mezclan diferentes universos. En otras ocasiones los libros ficticios pasan casi desapercibidos, como ocurre con El pez de oro secreto, la colección de cuentos a la que alude Holden Caulfield —escrita por su hermano— en la novela de J. D. Salinger El guardián entre el centeno. Obviamente, las novelas protagonizadas por escritores ficticios incluyen referencias inventadas; es el caso de Posesión, de S. A Byatt, o Los papeles de Aspern, firmada por Henry James.

¿Qué daríamos por trabajar en una biblioteca cuya colección estuviese compuesta por estos y otros libros ficticios en sus estanterías? Bueno, todo es cuestión de proponérselo, aunque ya existe The Invisible Library. Al fin y al cabo, como no existen, el presupuesto para adquisiciones puede ser realmente insignificante… ¡El sueño de muchos responsables políticos!

Rafael Ibáñez Hernández

Colaborador en BiblogTecarios Bibliotecario en la Biblioteca Municipal. Curioso de las nuevas tecnologías (aunque ya no sean tan nuevas), pero empeñado en mantener los pies sobre el suelo.

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