El misterioso expediente (relato para el #DíaDelLibro2016)

En el post de esta tarde os queremos sorprender con nuestro particular homenaje al Día del Libro, que se celebra mañana 23 de abril —por coincidir con la festividad de Sant Jordi se enriquece en Cataluña, para convertirse en la Fiesta del Libro y la Rosa en México—, universalmente conocido como el Día Internacional del Libro, y cuyo objetivo es fomentar la lectura. Homenaje que este año resulta muy especial, por cuanto se conmemora el IV Aniversario del fallecimiento de dos grandes de las letras universales, Miguel de Cervantes Saavedra y William Shakespeare.

Hemos decidido crear un relato colectivo. El objetivo era que cada participante incluyera un párrafo con la única condición que se almodará a los párrafos anteriores; es decir, a la historia en sí. Aquí os dejamos el resultado. Esperemos que os guste y os animéis a continuar el relato mediante un comentario al post.


El misterioso expediente

El eco de los pasos caminado por el oscuro pasillo que unía el ala norte con el ala sur de la sala se escuchaban de fondo; aunque tenía la esperanza de que desaparecieran por entre una de las pocas puertas que se dibujaban por ese tétrico pasillo, junto con aquellas paredes desnudas y poco cuidadas que lo “adornaban”. Se notaba el paso del tiempo en todas ellas, así como las marcas de lo que una vez fueron enormes cuadros exhibiéndose con orgullo, ante las miradas expectantes de aquellos que pasaban por delante. Los pasos se escuchaban cada vez más cerca, alguien tenía prisa por llegar al despacho más importante de la biblioteca, los nervios estaban en mi contra; un paso en falso y todo llegaría a mal puerto. Por suerte, las luces de las farolas situadas perfectamente debajo de los grandes ventanales, me guiaban para encontrar los documentos que necesitaba, pues había noqueado al guardia con mi linterna y había quedado inutilizada. Los pasos seguían apresurados a mitad del pasillo. ¿Dónde estaba el maldito expediente?

Todo había empezado por casualidad, debido a una investigación sobre bibliotecas personales y de cómo éstas acaban en el trapero o, con mucha suerte, se donan a algún archivo o biblioteca. Al estudiar casos en mi localidad de la provincia de Alicante, me había llamado la atención que, además de las habituales bibliotecas donadas por personas “pudientes” con el contenido clásico de novela y teatro más tradicional, un jubilado muy humilde había donado una importante colección de poesía. 

El descubrir que ese jubilado había sido funcionario de prisiones en posguerra me sorprendió muchísimo, ya que no parecían elementos habitualmente coincidentes. Pero, al revisar el inventario, descubrir una entrada “Manuscritos de Miguel Fernández” me puso los pelos de punta. ¿Podría haber sido carcelero de Miguel Hernández? ¿Podría haber recogido manuscritos inéditos de Miguel Hernández? Y la colección tenía que acabar precisamente en una biblioteca que se estaba desmontando por falta de fondos, empezando por los cuadros, ya retirados.  Para confirmar mis sospechas, tenía que encontrar el maldito expediente antes de que fuera tarde. Los minutos pasaban, los pasos se escuchaban cada vez más cerca y yo seguía sin encontrar el expediente que asegurara que mis sospechas eran ciertas y que aquel funcionario de prisiones había estado trabajando en el conocido como Reformatorio de Adultos de Alicante entre junio de 1941 y marzo de 1942, periodo en el que estuvo Miguel Hernández y última parada de su penoso periplo por las cárceles españolas. Una vez oí decir que solo los bibliotecarios podrían saber encontrar lo que buscan sin descolocar un papel, pero en este caso mi desesperación tenía un límite y el tiempo jugaba en mi contra; además, el orden de aquella colección no seguía ningún orden lógico. ¡Como alguien me pillara rebuscando allí, adiós a mi investigación y, adiós a los manuscritos del poeta!

Cuando ya estaba al borde del abandono, lo encontré. Su conservación no era la mejor: unos papeles sueltos, unidos solamente por unos clips que habían dejado su marca de óxido en la parte superior. Pero estaba seguro, este funcionario de prisiones había conocido a Miguel Hernández. Ahora tenía que rescatar sus manuscritos  para comprobar mis sospechas antes de perderlos por completo. De repente, se abrió la puerta.

¿Por qué tardas tanto? ¿Has encontrado ya lo que buscábamos? Venga, cógelo y volvamos al coche que hay mucho que hacer.

Era Raquel, mi compañera en la investigación.

Qué susto me has pegado. Creí que alguien había visto al guardia en el suelo y venían a comprobar quién era el intruso.

Ya me he encargado yo de esconderlo, pero si tardas un poco más nos pillan. ¡Date prisa!

Cogí los papeles, los guardé en una carpeta que había por allí encima y me fui con ella hacia la salida, rápido pero en silencio. La suerte nos sonreía. Nadie había dado la voz de alarma. En pocos minutos estábamos en la calle, con nuestro botín. Por fin sabríamos la verdad que había detrás de la liquidación de la biblioteca. Sospechábamos que aparte de los manuscritos de Miguel Hernández pudiera haber otras joyas que posteriormente se estarían vendiendo en el mercado negro y enriqueciendo a determinados individuos. Pero antes, debíamos confirmar la autenticidad de aquella vieja colección de poemas.

Lo que estaba ocurriendo merecía ser contado. Hacía unos años que me dedicaba al periodismo de investigación y mi compañera y yo siempre estábamos a la caza y captura de una buena historia, sobre todo en relación con los Archivos, las Bibliotecas o los apasionantes sucesos históricos y presentes que rodeaban al patrimonio cultural. Desde 1980 la redacción de La Verdad de Alicante no cerraba por las noches y más de un compañero pasaba sus horas de insomnio llenando las páginas del periódico de noticias y sucesos, en compañía de café y un cigarro medio encendido. Allí nos dirigimos Raquel y yo para custodiar los documentos en lugar seguro a la espera de su autenticación. Si pertenecieron al poeta de Orihuela, la relevancia del hallazgo daría incluso para un libro, pero de momento solo el hecho de suponerlo ya resultaba emocionante para ponernos a escribir sobre ello. Antes de guardar la carpeta bajo llave en el cajón de mi mesa, no pude resistir la tentación de ojear aquellos papeles. Las primeras hojas parecían simples estadillos de intendencia o recuentos de internos en el Reformatorio, todas con su membrete, marcas punteadas a lápiz y algún que otro sello de tinta medianamente legible. Sin embargo, por ningún sitio aparecía mención alguna a Hernández Gilabert. El resto de los papeles formaba un conjunto aún más dispar. Algunos apenas recogían bocetos de algunos dibujos a lápiz con unas enigmáticas iniciales —AB— a modo de firma. En lo que parecían ser páginas de cuaderno escolar se intuía una especie de diario o, mejor aún, unas simples anotaciones sin fecha. Pese a este detalle, la pauta del rayadillo parecía sostener una escritura algo temblorosa: “Si hubiese hecho caso a Joaquín… José María ha insistido en que confíe en las gestiones de Rafael… A veces pienso que no puede ocurrirme lo que a Federico…”.

Otras cuartillas estaban decoradas con membretes oficiales y cargadas con oscuras tipografías. Habría que leerlas con suma atención. Sólo después de un buen rato trasteando aquellos papeles me percaté de que todos, sin excepción, contenían en su reverso unos garabatos que muy bien podían ser versos. Como si fueran un complejo puzle, se trataba de numerosas anotaciones en verso, pensamientos fugaces que el autor, aún por confirmar si es que conseguíamos averiguarlo finalmente, supondrían un interesante hallazgo y sobre todo una prueba para nosotros. Eran versos cortos, escritos a lápiz, que indicaban, por la profundidad de los trazos, una personalidad fuerte y decidida. La caligrafía era legible y tras varios días de transcripciones, anotaciones, lecturas en voz alta y puestas en común conseguimos descifrar todo el contenido del reverso de aquellos misteriosos papeles. Eran hermosas y desgarradores poemas que nos trasladaban a aquellos días de reclusión forzosa y de anhelos de libertad, de recuerdos familiares y pensamientos evocadores que estremecían el alma de quienes los leíamos. Pero ante tal hallazgo, había llegado el momento de investigar sobre la posible autoría de los versos y su necesidad de sacarlos a la luz. Primero habría que cotejarlos con la obra del poeta de Orihuela y después ponerlo en conocimiento de los críticos especializados para que arrojasen luz sobre el hallazgo. Había trabajo que hacer y nos pusimos manos a la obra, así que me puse en contacto con la librería antigua de mi barrio y le pedí al librero que me ayudara a contactar con algún editor para hacer las comprobaciones pertinentes sobre este descubrimiento. 

La librería, aparte de antigua, se veía muy humilde. Se trataba de un local pequeño lleno de libros, con un fuerte olor a papel antiguo impregnado en el ambiente y que cualquier curioso que entraba en ella podía percibir al instante. No solamente había curiosos, pues uno de los más famosos coleccionistas de antigüedades de todo tipo hizo acto de presencia justo después de entrar yo. Lo cierto es que al principio no le reconocí, pues quedé absolutamente hipnotizado por la hermosa escalera situada al fondo, oculta tras las toneladas de libros amontonados y la penumbra del local; apenas la luz alcanzaba a rozar ni la pila de libros que la protegían de miradas curiosas. Por suerte, avancé por el minúsculo pasillo que había al lado del mostrador mientras Raquel, mi compañera, preguntaba al librero sobre la autenticidad del documento; se trataba de un señor de 70 años con una experiencia asombrosa y una sabiduría digna de admirar. Logré escabullirme y dar con aquella hermosa escalera que, sin duda, me transportó a la infancia. Era como si se hubiera activado un recuerdo que nunca antes había tenido en mente… Aún, cuando lo pienso, siento la rugosa piel de una mano que coge la mía y me dirige al pie de la escalera, aquel olor a puro… ¡Era mi padre! Pero… ¿por qué ahora me viene ese recuerdo? Después de tantos años…

Mi padre nunca fue un tipo del montón, tenía un oficio muy especial. Mi padre era un cazamentirosos, y de los mejores; se conocía a todos los tramposos, farsantes, suplantadores y falsificadores de la ciudad. Siempre que desenmascaraba a uno entraba en casa con una bandeja de pasteles. Ese día nos reuniamos a su alrededor para escuchar embobados los pormenores del caso.Yo no heredé la chispa de su inteligencia, pero sí su intuición, ese sexto sentido que te obliga a ver las cosas de diferente manera a como se te muestran a simple vista. Cada vez ocurre de la misma manera, con la evocación instintiva de la presencia de mi padre, igual que ahora. Algo me decía que los presuntos textos de Miguel Hernández no sólo no le eran del todo ajenos, sino que podrían haber sido preparados con intenciones más retorcidas. Como hubiera dicho mi padre, “si te andas con ojo, gastarás menos suelas”…


Los BiblogTecarios ya hemos realizado nuestra función.
Si quieres saber el final,
ahora te toca a ti enviar tu aportación.

Feliz Día del Libro 2016. Feliz Sant Jordi 2016.

[Escrito en colaboración por Adrián Macías, Ester Angulo, Joaquín Hierro, María Benítez, Mercedes Carrascosa, Rafael Ibáñez, Roberto Soto y Sandra Clemente.]

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